Afganistán y la ocupación estadounidense

Víctor de Currea-Lugo | 13 de agosto de 2021

Días después del ataque a las Torres Gemelas empezaron a llover sobre Afganistán miles de explosivos sobre zonas civiles, que destruyeron lo que ya estaba destruido, mataron a civiles, derribaron mezquitas… Luego entraron las tropas por tierra y dejaron aún menos fértil un país infértil.

La ocupación estadounidense contó con el apoyo de un sector de la sociedad que rechazaba el poder de los talibán. Esto permitió que, con cierta legitimidad, Estados Unidos impusiera un presidente interino afgano en diciembre de 2001: Hamid Karzai, quien se mantuvo en el cargo hasta el año de 2004. Posteriormente, mediante procesos electorales, gobernó hasta el año 2014.

La lógica de la “guerra contra el terror” se impuso y terminó por reducir el papel de la comunidad internacional fundamentalmente a su presencia militar. Estados Unidos no dudó en repartir libros del Corán en Afganistán con tal de atraer respaldo, también hubo historias de construcción de clínicas sin doctores y escuelas sin profesores. No hay que olvidar fue Barack Obama, demócrata, quien envió más tropas a Afganistán, incluso más que George Bush hijo.

Neoliberalismo y falsa democracia

El gran fracaso de la estrategia de los Estados Unidos fue no conocer Afganistán ni su historia, no reconocer ni respetar su dinámica cultural ni religiosa, reducir su acción a una lógica militar, guiar su análisis en la mal llamada “guerra contra el terror”, creer que unas operaciones cívico-militares, en la llamada campaña “Ganando corazones y mentes”, eran suficientes sin tocar las causas estructurales de la crisis, trasladar su fallido control de la seguridad a unas milicias locales, imponer elecciones que además fueron altamente fraudulentas y, como si todo esto fuera poco, guiar el gobierno con políticas neoliberales.

En 2001 prácticamente ninguna niña acudía a las escuelas y en 2017 más de 3.5 millones se habían incorporado a la educación. Es precisamente la educación de las mujeres, jóvenes y niñas el (casi) único punto a favor que muestra la invasión estadounidense. Salvo esto, el daño producido a la sociedad sigue siendo una deuda pendiente.

Con esa excepción, podemos decir que el panorama fue de violaciones de derechos humanos, bombardeos indiscriminados a centros de salud, a ceremonias religiosas, a bodas y a muchos bienes civiles. No desarrollaron políticas sociales ni económicas y, además, toda su acción estuvo basada en un modelo fallido.

De hecho, el Senado de Estados Unidos pidió una investigación a los 10 años de inversión de millones de dólares en Afganistán y el resultado fue desastroso: la presencia de Estados Unidos no había contribuido en nada al desarrollo económico del país.

Lo que llevó a este fracaso fue, primero, un enfoque no nacional, sino regional y sin soluciones estructurales; segundo, proyectos pensados a corto plazo; y tercero, no tener en cuenta a las poblaciones locales. Vale la pena aquí mencionar que en eso se parece a la propuesta de “paz territorial” de Colombia, impregnada de la experiencia afgana.

El problema grave del poder central de Afganistán es que el poder local ha estado sostenido precisamente en los “señores de la guerra” y ellos dictan las normas tanto desde el parlamento como desde el terreno. Como más allá de Kabul no se puede salir, ellos son un para-Estado, definido por un antiguo ministro de Finanzas como: un “Estado fallido narco-mafioso”.

Estados Unidos fracasó estrepitosamente. Los últimos años han mostrado un aumento del número de víctimas asociadas con el conflicto armado. La táctica de “afganizar” la guerra (es decir, entrenar fuerzas locales de seguridad para garantizar el traspaso y finalmente la salida de los estadounidenses) también fue un error, porque era tanto el odio sembrado por el asesinato de civiles por parte de Estados Unidos, que cada curso graduado terminaba con la muerte de varios soldados estadounidenses en manos de quienes acababan de entrenar.

El papel de Pakistán

Muchos prefieren hablar de Af-Pak, para referirse al complejo conflicto que involucra a los dos países, aunque en diferente dimensión. De hecho, la tribu mayoritaria de Afganistán, de los pashtun, es la más numerosa en la frontera compartida entre los dos países y llamada la “Línea Durand”, la cual fue impuesta por los británicos en 1893, para separar India de Afganistán (recordemos que Pakistán era en ese entonces parte de la India).

Para la mayoría de personas que entrevisté cuando visité ese país (políticos, abogados, periodistas) los talibán no podrían existir sin el apoyo que tienen desde Pakistán. Los talibán, en su mayoría pashtunes, sacan provecho del poder de esta comunidad a ambos lados de la frontera, pues los de Pakistán se sienten responsables por el futuro de Afganistán.

Pakistán fue la retaguardia de la guerra de los Estados Unidos en Afganistán y, al mismo tiempo, el ejército pakistaní la fuente más importante de ayuda a los talibán. Pero ese doble juego no impidió a los talibán fortalecer su poder en la zona fronteriza (en la llamada FATA: Federally Administered Tribal Areas) y del lado pakistaní, así como su infiltración en los servicios secretos pakistaníes.

El opio del pueblo

En los años 80, los cultivos ilícitos se volvieron la única forma de supervivencia en algunas zonas del país, pero esto alimentó también la economía de la guerra. El mapa de los rebeldes afganos se corresponde con el mapa de cultivos ilegales, en un país que es responsable del 92% de la producción mundial de opio.

Pero el mercado de drogas salpica no solo a los campesinos, sino también a las élites: por ejemplo, algunos familiares del anterior presidente Karzai han estado involucrados en escándalos relacionados con el mercado del opio. Allí, la OTAN se preparó para librar una batalla contra la producción de opio con las mismas estrategias y lógica que ya fracasó en la lucha contra la producción de coca en el caso colombiano.

En Kabul me contaban de un experimento en la región de Herat, en el occidente del país, para la producción de azafrán. El grave problema es que una vez se logró la cosecha no había vías adecuadas para su distribución y comercialización. Por eso, la gente terminó abandonando el proyecto y sumándose a los cultivos ilícitos.

El futuro de los cultivos ilícitos, sea en Afganistán o en Colombia, debería pasar por un debate internacional; así como su persecución no puede limitarse a los productores forzados a hacerlo sin perseguir a las redes internacionales que se lucran con tales negocios. A esto se suma el creciente consumo interno que en el caso de Afganistán que llega a millones de personas.

Así, Afganistán sufre las consecuencias de las guerras de ocupación inglesa, soviética y estadounidense; del mercado interno e internacional del opio y del atraso agravado por un modelo neoliberal, mientras la ofensiva de los talibán avanza imparable. Nada bueno puede salir de allí.

Ver la primera parte de este análisis en: Afganistán y la ocupación soviética