Víctor de Currea-Lugo | 21 junio de 2016
Ser refugiado no es una condición transitoria en el tiempo, porque el peso del presente y la incertidumbre del futuro marcan cada día; tampoco lo es en el espacio: el refugiado lo es en todo sitio y, a veces, incluso en su propia casa. Los desplazados (quienes huyen sin cruzar la frontera) son parias en su propia tierra, con dramas a veces peor que el de las personas refugiadas.
Durante los últimos milenios la gente huye de su entorno por las mismas cosas: buscar nuevos alimentos y recursos, huir del clima adverso y evitar las consecuencias de la guerra. La última es la causa de lo que en el derecho de hoy llamamos refugiados y desplazados.
Un refugiado es una persona que cruza la frontera huyendo de peligros para su vida y su libertad y que busca protección de las autoridades de otro Estado. Un refugiado no es el que evade la justicia, sino el que busca protección frente a la injusticia. Jurídicamente hablando, un refugiado es una persona que “debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera acogerse a la protección de tal país…”.
Es claro que no toda discriminación genera razón suficiente para recibir la protección internacional prevista en los mecanismos citados, sino solo aquella discriminación que conduce a una amenaza a la vida, la seguridad y la libertad de la persona solicitante de protección, pero tal límite es muy difícil de establecer en algunos casos.
Más de medio millón de refugiados murieron en Darfur, pero sólo 9 mil fueron reconocidos por el estado.
La primera vez que vi refugiados fue en Europa, al final de su ruta. Allí a pocos importa su origen, los miran con desconfianza, las posibilidades son pocas, el gueto llama, la xenofobia cunde. Luego los conocí en su lugar de origen, de donde huyen, no para conocer la torre Eiffel (como algunos cínicos sugieren), no solo por razones económicas, sino huyendo del flagelo de la guerra, ese que solo conocen en su verdadera dimensión quienes lo han visto cara a cara.
Un refugiado es una persona como tú o como yo, pero que está en un mal momento que la obliga a buscar cobijo en otro lado por culpa de la guerra. Lo primero es reconocer que lo son, no para reducirlos a esta condición jurídica, sino para entender que arrastran un contexto. En el caso palestino, por ejemplo, una constante es negarlos, decir que no existen, sugerir que salieron de la nada.
En Birmania hay alrededor de tres millones de personas de la comunidad Rohingya, a los cuales el Estado decidió negarles la nacionalidad, convirtiéndolos en apátridas. Recuerdo que en la frontera entre Somalia y Etiopía, el gobierno local etíope negaba la existencia de los 14.000 refugiados y desplazados que estaban apilados en las afueras del casco urbano.
Lo segundo es aceptar las causas de su huida. En el caso de Darfur, cuando ya iban más de medio millón de muertes, el Estado reconoció 9.000. En Chechenia se habla de un falso posconflicto, cuando la situación estructural no ha cambiado. En Irak, a las seis semanas de la ocupación de 2003, el presidente George Bush declaró el fin de una guerra que hoy día sigue en curso.
Lo tercero, entender que desplazarse es una opción y, muchas veces, una imposición. La sociedad siria sale de su territorio porque no tiene más opciones. El nivel de violencia, la falta de servicios, incluso el bombardeo de hospitales hace inviable permanecer en este lugar.
Lo cuarto, reconocer y respetar las normas de derecho sobre el tema. En Bangladesh, en 2009, había 27.000 refugiados en su territorio que fueron expulsados en masa, argumentando además que el país no era signatario del derecho internacional de los refugiados. Pero firmarlo tampoco es suficiente: una mayor vergüenza de nuestra época es el portazo que reciben los que ahora mismo llegan a Europa huyendo de la violencia de Oriente Medio.
Una de las consecuencias de negar algunos de los puntos anteriores, permite reconfigurar al refugiado en “migrante económico” y a la víctima de prácticas horrendas en “riesgo para la seguridad nacional”. Esto es, tristemente, el nuevo discurso de la Unión Europea.
Sobre el derecho de los refugiados
El derecho internacional de los refugiados es fruto de la Segunda Guerra Mundial; es una preocupación por apoyar (desde el plano internacional) a las personas que no son apoyadas por sus propios países. En otras palabras, la protección al refugiado se basa en un sistema en el cual la comunidad internacional protege a una persona que no encuentra protección “dentro” de su Estado; y en este sentido es un sistema subsidiario a la protección debida por parte de los Estados.
El problema es que existe el derecho a pedir ser reconocido como refugiado (frente a otros países), pero no la obligación de esos países de reconocer a los refugiados como tal. Es decir: no existe más allá de una exhortación moral, lo que hace dudar de su carácter de derecho. Y si muchos países firmantes no se sienten obligados a ayudar, mucho menos los que no lo han hecho.
El ejemplo más doloroso de esto es el drama de los refugiados de Birmania, rechazados en Bangladesh, Malasia y Tailandia, con el argumento de que estos países no son signatarios de los tratados internacionales relacionados con los refugiados.
El solicitante de refugio debe aportar las pruebas de que es víctima de una persecución en su país de origen, pero, como dice el ACNUR, “es frecuente que el solicitante no pueda aportar, en apoyo de sus declaraciones, pruebas documentales o de otra clase, y los casos en que pueda presentar pruebas de todas sus afirmaciones serán la excepción más que la regla”.
A la discrecionalidad de los Estados receptores, de aceptar o no a los refugiados, se suma la tendencia a poner en duda las razones que esgrimen los que piden protección y muchas de las decisiones quedan finalmente en manos de la voluntad de los funcionarios en puertos marítimos y aeropuertos.
Existe un derecho conocido como “non refoulement”, basado en que “Ningún Estado Contratante podrá, por expulsión o devolución, poner en modo alguno a un refugiado en las fronteras de los territorios donde su vida o su libertad peligre por causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social, o de sus opiniones políticas”. Pero esto no ha impedido que en muchas ocasiones las personas sean deportadas y, en algunos casos, muertas al llegar a sus países de origen.
Esta niña huyó de Siria hacia Turquía, el país que recibe más refugiados
Las normas internacionales han tenido dos ampliaciones regionales: una en África y otra en América Latina. Para los gobiernos africanos, además de las categorías clásicas para definir un refugiado, existen unas nuevas causas: “Toda persona que, a causa de una agresión, ocupación o dominación extranjera, o acontecimientos que perturben gravemente el orden público en una parte o en la totalidad del territorio del país de origen o de nacionalidad, está obligada a abandonar su residencia habitual para buscar refugio en otro lugar fuera de su país de origen o del país de su nacionalidad”.
Para el caso de las Américas, un grupo de gobiernos y académicos adoptaron la Declaración de Cartagena (1984), donde se amplía la definición a las personas que huyen “porque sus vidas, seguridad o libertad han sido amenazadas por situaciones de violencia generalizada, agresión extranjera, conflictos internos, violaciones masivas de derechos humanos o demás circunstancias que afecten seriamente el orden público”.
Las dos ampliaciones incluyen ya no solo las causas individuales del que busca protección, sino que entienden que un contexto convulso es un factor expulsor, con bastante valía para que sea considerado suficiente argumento para otorgar protección a las personas que huyen de la guerra, sin razones específicas de riesgo para su vida o su libertad.
En ocasiones nadie se responsabiliza de los refugiados pues cada estado es libre de admitirlos o no en su territorio.
Nuevos retos y viejas trabas
Actualmente, además de los conflictos armados, la globalización y sus consecuencias (como la desindustrialización y el desempleo) contribuyen a la formación de las llamadas Emergencias Complejas, en las cuales los “nuevos” refugiados conjugan condiciones de amenaza a sus vidas y de búsqueda de nuevas condiciones socioeconómicas, con lo cual el límite entre los inmigrantes económicos y los refugiados se complejiza.
En el contexto africano, donde dos tercios de la tierra tienen problemas de fertilidad, aparece una nueva categoría: “refugiados ecológicos”, personas que huyen de las pésimas condiciones de producción agrícola que, sumadas a otros problemas políticos, generan éxodos de pueblos enteros.
Hoy las políticas migratorias de los Estados Unidos y de la Unión Europea son cada vez más duras y, frente a los demandantes de protección, no existen todas las condiciones de recepción, información y garantía de derechos que se proclaman en las normas internacionales.
La aplicación de las normas han girado más en la protección temporal en lugar de un asilo permanente, y ha aumentado la práctica de repatriación asistida y a veces forzada. “Tomados en su conjunto, los cambios de los últimos dos decenios equivalen a la emergencia de un régimen para los refugiados radicalmente diferente, encaminado a evitar sus flujos y garantizar el retorno de estos a su país de origen”.
El derecho de estas personas es una medida asistencial de la que tristemente no se pueden derivar, por más que se quiera, la prevención de las causas de pedir refugio. Si de verdad se quiere plantear una solución a las causas, no es desde el llamado derecho de los refugiados que puedan hallarse respuestas, precisamente porque este no ha podido garantizar ni siquiera lo que llama el filósofo estadounidense Rawls el “mínimo vital básico” de la asistencia en emergencia para esperar que dé respuestas a problemas estructurales.
Mapa refugiados
Publicado en Revista Diners: Análisis: el drama de los refugiados es un asunto global