Víctor de Currea-Lugo | 6 de junio de 2013
Turquía tiene problemas comunes a otras democracias, algunas crisis de legitimidad, acusaciones de autoritarismo y focos de pobreza, pero ninguna de estas cosas por sí mismas, ni en su conjunto, explican la persistencia de la revuelta.
La manzana de la discordia fue la reforma urbana de una parte del centro de Estambul. Lo que sí explica en cierta medida la continuación de las tensiones es la soberbia con que el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, ha gestionado la crisis. Ningún país está blindado hoy ante protestas callejeras: ni la vieja Europa, ni Estados Unidos, ni el Reino Unido, ni Suecia. La clave está en la gestión.
Erdogan es un líder legítimo, que ha ganado tres elecciones consecutivas; les ha echado más de un pulso a los militares y ha salido triunfante, y ha mantenido la economía del país a pesar de la crisis europea y la convulsión en Oriente Medio; incluso el índice Gini de Turquía ha mejorado. En el plano internacional, ha invertido como pocos en Somalia, ha apoyado las revueltas en la región al punto de ser un ícono entre los árabes, ha enfrentado a Israel y mediado ante Irán, lo cual no es poco.
Pero en casa, él mismo ha sido su principal detractor: en un país de mayorías musulmanas pero con vocación política laica (herencia del modelo fundacional de Turquía y de su histórico líder Atatürk), restringir el consumo de licor y estimular el uso del velo es una apuesta riesgosa. Desconocer que hay una oposición política fuerte y minorías excluidas no es saludable para una democracia.
Todo esto se podría resumir en cuatro grandes errores: no escuchar a la sociedad, reprimir violentamente las protestas, acusar a los manifestantes de extremistas o terroristas y, lo más grave, no entender el país como una pluralidad de agendas, algunas de ellas no resueltas.
Una mezcla peligrosa entre el nacionalismo autoritario y el islamismo absolutista, sazonado con la arrogancia del líder Erdogan, es lo que la sociedad turca rechaza. Son innegables las tensiones entre los poderes civiles y militares, las propuestas de sociedad laica e islamista, y la concepción de democracia circunscrita a las elecciones o ampliada a mecanismos más participativos de la sociedad.
Sin siquiera sugerir que sean iguales, Mubarak, Gadafi, Saleh y Ben Ali están fuera del poder no sólo por la oposición creciente, sino por su incapacidad para leer el momento político y por solazarse en triunfos pasados. Así, el mayor enemigo de Erdogan es él mismo.