Víctor de Currea-Lugo | 23 de enero de 2018
NOTA: este texto fue publicado hace ya 5 años, en la revista «Semana»
Esta columna está, de alguna forma, llamada al fracaso porque ninguna cosa que diga será suficiente, pero el silencio es el peor de los caminos y se cae en el malestar de dar explicaciones.
A raíz de mi columna, en la que resalto la valentía de Claudia Morales, y su circulación en las redes sociales, alguien preguntó por las causas de mi retiro de la Universidad Javeriana, donde fui profesor durante tres años y medio.
Mi renuncia voluntaria a la Universidad Javeriana no fue individual, sino que compartimos causas tres profesores (dos colegas mujeres y yo), por la pésima gestión del decano quien, en contubernio con algunos otros, impuso una dinámica de trabajo que nosotros consideramos insostenible. En respuesta a nuestra posición, desde el grupo de matoneo de la decanatura, a una de mis colegas trataron de acusarla de tener problemas mentales, a otra de robarse dinero y a mí de acoso sexual, un recurso fácil en los tiempos que corren.
Un director de departamento puso toda su maquinaria para urdir su calumnia bajo la orientación de una profesora que, en el mejor estilo de Peñalosa, se había inventado ser doctora y por eso fue retirada de la Universidad.
Un par de profesoras, que son pareja (lo digo no para descalificarlas sino porque ellas saben del daño que hace el chisme con carácter sexual), fracasaron en su intento de reclutar a estudiantes para que me acusaran de acoso. Dos estudiantes me llamaron para informarme de lo que sucedía y pedir mi opinión, a lo que respondí: si cree que las acosé, su deber es denunciarme. Y no lo hicieron porque no había motivos. Pero el rumor ya estaba sembrado.
Es cierto que he tenido novias jóvenes, lo que ha sido conocido por sus entornos más cercanos. Pero eso no me hace ni pederasta, ni violador, ni abusador. Una de ellas, con la que conviví, fue mi alumna. Y en el curso que le dicté fue evaluada por otro profesor con autorización explícita del decano y con conocimiento de todos los estudiantes del curso; era una relación de la que hasta el rector estaba informado ¿Dónde está el abuso?
La carta de renuncia así como una carta posterior al decano y la certificación de mi salida de la Universidad están disponibles para quien desee consultarlas. De hecho, estos y otros temas los hablé personalmente con el rector, cuando pasé por su oficina para agradecer mi tiempo en la Universidad Javeriana.
Años después, ya en la Universidad Nacional, un grupo de estudiantes propició un debate sobre acoso: válido y loable. El problema es que, en un chat de Facebook, el único nombre que se menciona es el mío, de la siguiente manera: “¿Como Victor de Correa-Lugo (sic) que ni siquiera sabe que Linkedin no es una red social para el coqueteo?”. Sin duda, los rumores gestados desde la Javeriana producían su resultado y la igualación de coqueteo con violencia sexual se impuso, en parte porque los profesores aquellos no han cesado de impartir rumores.
Resulta curioso que la alumna que abre el debate en Facebook y la que cita mi nombre, sugiriendo, pero sin afirmar nada (lo que es suficiente para crear la duda), nunca fueron alumnas mías, es más: se graduaron mucho antes de que yo entrara a la Universidad Nacional como profesor. Lo que sí es cierto es que la invité a través de Linkedin a un café (también están disponibles los pantallazos). La bajeza está en sugerir, igualando el abuso sexual desde un cargo de poder como profesor universitario, con coquetear en una red social. Pero, de nuevo, el daño estaba hecho y confirmado.
Inmediatamente envié un e-mail al director del departamento pidiendo que, junto con la Escuela de Género, se examinara mi comportamiento, pero no hallaron mérito porque no hubo siquiera una relación estudiante-profesor que justificara dicha investigación (ahí está el email para quien quiera consultarlo).
Quien esté libre de calumnias que tire la primera piedra. El problema no es personal, sino social. Es de esperar que esas calumnias prosperen, crezcan, les creen nuevos capítulos y le aparezcan nuevos actores, porque estamos en un país donde la calumnia se volvió una forma de relacionarnos, de debatir, de encubrir los desacuerdos, de eliminar a quien por uno u otro motivo no es de nuestro agrado. La calumnia es también un arma en el debate político.
Aquí mentir, conspirar y difamar es parte de la cultura política, herencia del uribismo. No se trata de pedir desagravios, sino de invitar a la reflexión sobre la forma colectiva de resolver los conflictos. Por eso, no basta acabar con los muertos, si no se combate, al tiempo y por igual, tanto la violencia estructural como la violencia cultural.
La mal llamada posverdad (cuya traducción más exacta es: la mentira), se impone como un síntoma de la cultura política de nuestro tiempo. En otras palabras, los micro-poderes y el sicariato moral como formas de hacer política, alimentados con la desconfianza y el chisme como forma de procesar la información, llevan al triunfo del prejuicio. Calumnien, calumnien que algo queda, dice el refrán.
Es posible que mi coqueteo, del que en principio no tengo que arrepentirme y ni por el cual tenga que pedir perdón, haya ofendido a alguna mujer, eso sí sería motivo de disculpa. Y lo hago aquí y ahora: lamento si crucé la línea de sensibilidad de alguna mujer y con ello generé malestares, pero no confundamos el galanteo con el acoso o la violación.
No me disculpo por mi opción sexual, ni es motivo de debate la edad de mi pareja. Dejen de ver el enemigo en el coqueto y empiecen a verlo en el abusador. Esa confusión no solo es perversa y dañina, sino que desdibuja precisamente la causa de igualdad y de respeto que se busca defender.
Quedan dos caminos para mí: a) callar y, por lo tanto, alimentar con ello los argumentos de los detractores, y b) hablar y dar a los contradictores una tribuna que no se merecen. Hay una tercera que estoy sopesando: una demanda penal por calumnia, que tampoco será agradable porque en la impunidad y la burocracia judicial, el daño a la salud mental de las partes será aún mayor.
Hay varios elementos en mi contra: nadie puede comprobar las cosas que no hizo, la presunción de inocencia no existe en la sociedad colombiana y en las redes sociales las razones no cuentan. Duele que se afirme sin pruebas, bajo una falsa solidaridad de género, en las redes sociales, mi culpa y, por tanto, mi condena. Voy a mantener mi cargo en la Universidad (a menos que la Universidad decida lo contrario) y pido nuevamente, ahora en público, que la Escuela de Género examine mi comportamiento. No sería de extrañar que los opositores políticos y los enemigos aticen las calumnias y los falsos testimonios.
Me basta el apoyo de los y las estudiantes que saben que no pasé las líneas de la confianza y de la amistad. Me basta con mis acciones concretas donde, de la mano de muchas mujeres colombianas y de otras latitudes, he luchado contra ese macho que, desafortunadamente, todos llevamos dentro.