Colombia y Venezuela: más allá de la frontera

Colombia y Venezuela
Frontera colombo-venezolana. Foto: Víctor de Currea-Lugo

Víctor de Currea-Lugo | 6 de abril de 2021

La guerra, campo de muerte y de mentiras, se agrava en la frontera entre Colombia y Venezuela. Las noticias llegan, difusas, fragmentadas y llenas de sesgos. El análisis, que debería ir más allá de decir números e inventar estadísticas, tendría varios niveles: el de los hechos en la frontera, el de las miradas desde Bogotá y Caracas, y el de las implicaciones internacionales.

No hay total claridad sobre lo sucedido, pero lo que se sabe es que ha habido combates que han dejado decenas de capturados, varios muertos y heridos, así como el desplazamiento forzado de familias de La Victoria y de la parroquia Urdaneta (del municipio Páez del estado venezolano de Apure) que han buscado refugio en zonas rurales cercanas o han llegado como refugiados a territorio colombiano.

Las imágenes disponibles muestran bombardeos cerca de centros poblados y la llegada de heridos a los servicios de salud locales. Algunos audios exponen quejas de la población civil sobre el comportamiento de militares venezolanos, incluyendo detenciones arbitrarias y muerte de civiles.

Por supuesto, lo sucedido está relacionado de manera directa con el conflicto armado colombiano y su análisis no puede desprenderse de esta realidad. El fracaso en la implementación de paz ha salpicado no solo zonas de Colombia, como Cauca o Catatumbo, sino también al territorio fronterizo con Panamá, Ecuador y Venezuela.

Los actores armados en frontera

La violencia en la zona fronteriza colombo-venezolana no es homogénea. No se puede reducir a la presencia de grupos armados, sino que guarda también relación con la pobreza y el abandono de esta región donde hay una gran cantidad de familias binacionales.

La frontera se ha calentado y hasta ha sobrevivido gracias al comercio legal e ilegal transfronterizo, fenómeno este último que no puede entenderse sin la responsabilidad (así sea por omisión) de las Fuerzas Armadas de ambos países. Es decir, lo que pasa obedece a  dinámicas locales de poder, que varían de una región a otra según alianzas. Por eso, en algunas zonas conviven y se ayudan unos actores armados que en otras zonas son enemigos.

El ataque, según fuentes locales de Apure, sería de tropas venezolanas contra bases de disidencias de las FARC que no siguen las orientaciones de Iván Márquez. Para otras fuentes, más cercanas a Caracas que al territorio, se trataría de una ofensiva de los Estados Unidos a través de grupos paramilitares colombianos.

Esto llama la atención porque, a pesar de que las fuentes locales mencionan  choques entre disidencias de las FARC y militares venezolanos, algunos desde Caracas insisten en una narrativa en la que detrás de todo están los Estados Unidos. Claro que Estados Unidos no descarta la acción militar contra Venezuela, pero reducir todas las dinámicas a la “confrontación con el imperialismo” es infantilismo político.

La última información proveniente de Arauquita me confirma que los campamentos atacados eran de las disidencias de las FARC, pero que ya estaban abandonados por el grueso de guerrilleros en el momento de la ofensiva de las Fuerzas Armadas venezolanas, aunque se quedó un reducto de guerrilleros para repeler el ataque.

En la zona hacen presencia varios grupos sin unidad entre ellos, provenientes de los frentes 10 y 45: unos que nunca se desmovilizaron y otros que se devolvieron del proceso de paz, se hacen llamar “nuevos FARC” y hasta de la “Segunda Marquetalia”. Es decir, hay disidencias de las disidencias.

Al margen de la naturaleza del grupo armado, lo cierto es que estas acciones sirven de excusa para la desinformación, aumentan las tensiones entre Colombia y Venezuela, afectan a la población civil e invitan a lecturas maniqueas. Por supuesto, Venezuela tiene el derecho y el deber de proteger su territorio, ni más faltaba.

No se puede igualar a las guerrillas de Márquez con, por ejemplo, los grupos narcotizados de exFARC en el Cauca. Lo mismo podría decirse de las llamadas disidencias. Las disidencias son más una inconexa lista de columnas con diferentes dimensiones y propósitos que un ejército unificado con mando único. Muchas de ellas actúan más como grupos de narcotráfico, en las que el medio (de financiación) se convirtió en el fin.

El Ejército de Liberación Nacional (ELN) no aparece vinculado a estos hechos, pero sí se encuentra en el territorio. Aunque su presencia en Venezuela tiene otras explicaciones, el ELN se opondría al accionar mafioso de las disidencias en la zona fronteriza. Y hay otro par de actores armados determinantes: los Ejércitos de los dos países, pensando al otro como enemigo.

Miradas nacionales de Colombia y Venezuela

La soberanía es un concepto al que se le ha ido bajando el volumen y que en Colombia se relativiza cuando se trata de Venezuela. A la ignorancia sobre la compleja situación venezolana, se suma una supuesta “superioridad moral” de las élites colombianas (con rabo de paja), que desconoce la noción de soberanía y atiza un llamado a la guerra.

Si de números se tratase (masacres, desplazamientos, crímenes de Estado, violaciones de derechos humanos, desapariciones, etc.), habría más razones para quitarle la soberanía a Colombia e intervenir en sus dinámicas internas que las razones para adentrarse en Venezuela.

Bogotá, al mismo tiempo, se prepara para compras y reparaciones de sus aviones de guerra, ecuación en la cual los hechos recientes son solo un eslabón más en una tensión que debe ser leída más allá de Apure. Al mismo tiempo, llegan al país varios aviones de Estados Unidos, de los que se usan para dar apoyo logístico a tropas en combate ¿coincidencia?

Venezuela enfrenta en su territorio una serie de riesgos para su seguridad que tienen diferentes niveles: la presencia de grupos armados guerrilleros colombianos, las acciones de grupos paramilitares, eventuales tensiones con tropas colombianas y potenciales (o reales) actividades militares bajo la tutela de Estados Unidos contra el Gobierno de Maduro.

En Centroamérica, “los contras” fueron un experimento exitoso en Nicaragua. Pero eso no fue tampoco una novedad. La estrategia es más o menos simple: crear un foco de oposición armada que permita deslegitimar el Gobierno, cometer actos de terrorismo, reclutar adeptos y medir la respuesta de los políticos de turno. Queda por definir hasta qué punto ciertas disidencias jugarían a ser un tipo de “contras” en Venezuela.

Sin pensar con el deseo, las Fuerzas Armadas de Venezuela y sus milicias no tienen la capacidad real de repeler un ataque masivo estadounidense. Los chavistas deberían entender que una guerra no se gana con consignas, de la misma manera que deberían entender que una reactivación de la economía no se hace con discursos.

Caracas debe ahora hacer una seria reflexión sobre la presencia de grupos armados colombianos en su territorio, así como de eventuales connivencias entre sectores de sus Fuerzas Armadas y tales grupos, alimentadas en la corrupción que afecta a los militares venezolanos.

Si Bogotá y Caracas fueran serias entenderían que el llamado de Uslar Pietri a atender los problemas “del tercer país” (la zona fronteriza) es una urgencia que debería obligarles a establecer un mínimo de canales diplomáticos, pero la ceguera de Duque lo impide.

Y dicha atención no debería reducirse al envío de tropas, sino a la implementación de una política social acorde con las necesidades. Sin esto, los circuitos de economía informal e ilegal, incluyendo los corredores al servicio del narcotráfico, seguirán siendo determinantes de la dinámica social de la región fronteriza.

Tensión internacional

Una acción militar contra Venezuela, ya sea limitada de provocación o de gran calado, se haría casi de seguro desde territorio colombiano. Por dos razones: por las facilidades geográficas y por las posiciones políticas. Brasil no participaría fácilmente debido al rechazo que han  expresado sus fuerzas militares de meterse en algo más allá de sus fronteras y a la existencia de una gran selva que separa los dos países.

En el análisis sobre Venezuela es un lugar común calificar los ataques a su soberanía como “guerra de quinta generación”, lo que además de inútil, es inexacto: creer que la desinformación en la guerra es una novedad que funda una nueva generación de guerras es el resultado de dejar a ciertos académicos hablar de lo que no saben. Georges Clemenceau dijo que “la guerra es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de los militares” y podríamos agregar que su análisis tiene consecuencias tan complejas como para dejarlas en manos de los académicos.

Generar una tensión fronteriza sirvió a Alberto Fujimori para ganar legitimidad, lo mismo que persiguió el general Leopoldo Galtieri cuando lanzó su guerra en Las Malvinas, y que usa el autoritario régimen turco de Recep Tayyip Erdoğan para meter sus narices en Siria.

Imponer una lectura de buenos y malos, resucitando la Guerra Fría, es uno de los principales errores cuando se analizan los conflictos de Siria y de Afganistán, para dar solo dos ejemplos. En esta lógica,  es secundario quién disparó primero o de qué lado salen los disparos; como la muerte de Francisco Fernando fue solo la excusa para empezar la Primera Guerra Mundial sin importar quién lo mató.

Obviamente, es grave el desplazamiento forzado, pero sobredimensionarlo solo obedece al afán de crear una aparente “gran crisis humanitaria” en Venezuela, que requeriría (a lo mejor así lo piensa Duque) presencia internacional y la consabida intervención.

Vale aclarar que la palabra “humanitario” en Venezuela no incluye el nombre acción (acción humanitaria), sino que se identifica directamente con la llamada “intervención humanitaria”, esa misma que pide un sector de la oposición venezolana. Ahora bien, la acción humanitaria (que no es lo que el chavismo cree) sí se necesita en Venezuela y la prueba de ello es que la misma Cancillería venezolana ha pedido ayuda a la ONU para desactivar campos minados; esta es una acción humanitaria.

En esa confusión de desinformación crece en ambos lados la prevención sobre el otro y el nacionalismo, el prejuicio y la violencia, factores que bien combinados alimentan la sed de guerra entre los dos países.

El problema no es tanto lo que realmente pasa sino lo que se hace con lo que pasa: cómo se exacerba el nacionalismo, se crean enemigos, se ratifican “conspiraciones”, se identifican enemigos y se justifican decisiones políticas incluso pensadas antes de los hechos. Es ingenuo pensar que es un “hecho aislado” que ya pasó, cuando todos los ingredientes permanecen para que se pueda repetir el mismo libreto.

Los dos gobiernos deberían seguir el ejemplo de la sociedad civil interfronteriza que ha buscado coordinar comunicaciones y acciones solidarias a ambos lados de la frontera. Urge saber qué está pasando realmente, auxiliar a los civiles sin por ello abrir la puerta a manipulaciones a nombre de lo humanitario, crear comisiones binacionales que miren a largo plazo la agenda fronteriza y respetar a la población civil atrapada en mitad de las hostilidades. En resumen, que cumplan con su deber.

PD: Una narrativa acrítica de ciertos seguidores del Gobierno venezolano es más perjudicial a su propia causa que una ayuda. Desde esa lógica, a quienes oigan a las comunidades quejarse sobre supuestos abusos de las Fuerzas Armadas venezolanas los tildan de “narcomercenarios”; a quienes pidan ayuda humanitaria los acusan de “intervencionistas”; a quienes no llamen a los grupos armados paramilitares sino disidencias, los señalan de “agentes del imperialismo”; y a quienes apoyamos la creación de espacios binacionales de diálogo, nos condenan por “traidores al servicio de la derecha”. La audacia política hace mucha falta en esas tierras.