Víctor de Currea-Lugo | 7 de marzo de 2015
Todos los guerreros necesitan unos enemigos, unos códigos y unos rituales. Y los del Estado Islámico no son la excepción. En esa construcción colectiva y puesta en escena, como muchos otros guerreros, repiten la famosa frase que entre peor, mejor. Por eso, arremeter contra bienes culturales no es un acto de locura, sino parte de su plan.
Las huellas de la cultura en Mesopotamia no han sido destruidas sólo por islamistas: en Babilonia me mostraron el impacto de la presencia permanente de tropas. Allí la Brigada 155 del Ejército de Estados Unidos acampaba dentro de las murallas de Babilonia, luego de 2003. La idea del fin de la historia que preconizaron algunos luego de la caída de la Unión Soviética, la materializa el Estado Islámico a su manera: la destrucción del pasado.
Pero no busca sólo destruir, busca difundirlo: por eso el video y sus declaraciones al respecto. Y busca que se sepa para provocar, para desafiar, repitiendo un libreto parecido a la provocación de decapitar a personas en público.
Los afanes fundacionales de una nueva historia no son exclusivos del Estado Islámico. En la destrucción de la biblioteca de Alejandría participaron romanos, cristianos y musulmanes a lo largo de cientos de años. Un líder musulmán dijo lo siguiente: “Si los libros contienen la misma doctrina del Corán, no sirven porque repiten; y si no están de acuerdo con el Corán, no tiene sentido conservarlos”. Hitler también quemó libros y el procurador lo emuló. La Francia de Chalie Hebdo prohibió por décadas la exhibición de la película La batalla de Argel y la Unión Soviética de Stalin prohibió al joven Marx.
El proyecto va más allá de la destrucción, se destruye para dar paso a algo nuevo (no necesariamente mejor). En Camboya los Khmers Rouges pusieron el almanaque en cero para comenzar su proceso de destrucción de lo urbano y dar paso a un mundo ruralizado a la fuerza; en China la reeducación por el trabajo fue parte de la revolución cultural. Así, la herencia cultural “del enemigo” se vuelve objeto de destrucción ante un miedo al pasado que pervive.
Los radicales islamistas tienen un primer momento en los años 1980 en Afganistán y de sus filas nacerán tanto los talibán como Al-Qaeda. En 2001, los talibán decidieron destruir dos estatuas de Buda de la ciudad de Bamiyán por orden del Mullah Omar.
Desde 2012, en el marco de la guerra en Mali, en la mítica ciudad de Tombuctú los hombres de Al-Qaeda del Magreb Islámico han atacado museos, edificios históricos y escritos antiguos, jurando que “no quedará un solo mausoleo en Tombuctú, pues Alá lo quiere así”.
Del Estado Islámico van ya tres ataques contra bienes culturales (además de haber dinamitado algunas mezquitas): la destrucción de la tumba de Jonás, el reciente ataque al museo de Mosul y el uso de maquinaria pesada para dañar la ciudad de Nimrud, en Irak, joya de la época asiria. Destruyen las grandes piezas ocultando las pequeñas que el mismo Estado Islámico ha vendido en el mercado negro de piezas de arte.
Pero la destrucción del legado histórico no es sólo obra de radicales islamistas. En Irak, 32.000 piezas fueron robadas en los primeros años de la ocupación de Estados Unidos de 2003. La seguridad se volcó por completo en las instalaciones petroleras y el saqueo de museos fue desatendido. De hecho, algunos de esos robos fueron organizados por traficantes de arte.
En Faluya, Estados Unidos y sus aliados destruyeron el 70% de las mezquitas. Hoy, la ciudad está en manos del Estado Islámico y desde allí controlan parte del occidente de Irak, la provincia de Anbar. Lo que sembró Estados Unidos lo cosechó el islamismo.
Las maquinarias bélicas no se mueven solamente en el campo de batalla. La Radio Mil Colinas, de Ruanda, fue responsable de alimentar el genocidio de tutsis; asimismo, la maquinaria propagandística del nazismo creó un judío al que culpar de todos los males de la Alemania en la primera posguerra y justificar su persecución. Paradójicamente, el aparato de publicidad israelí repite la misma lógica para justificar su agresión a los palestinos.
En el caso del Estado Islámico su mensaje ha llegado a todos los rincones del planeta. Y además de generar repudio, también aumentó seguidores: ya más de 20.000 personas se han movido de Europa a Siria e Irak a pelear a nombre del denominado Califato. Ese sutil encanto del radicalismo no depende sólo de lo que pueda decir el líder Abu-Bakr Al-Bagdhadi en una mezquita de Mosul, como del uso de una estrategia de propaganda muy hecha a la usanza de Occidente.
El islam que está en crisis no es el de Indonesia o de Jordania, sino el europeo, que no termina por hallar un espacio decente de realización en una Europa racista y xenófoba. Así, el éxito del reclutamiento online de voluntarios europeos para unirse al Estado Islámico hay que buscarlo en Europa antes que en Mosul.
El error está en pensar que destruyen la historia porque son musulmanes. La tenebrosa propuesta del Estado Islámico no se puede entender sin aceptar que reproducen un conjunto de prácticas más occidentales que musulmanas: decapitar cabezas en público (como en la Revolución Francesa), destruir museos y desarrollar estrategias de publicidad en internet, no son precisamente recomendaciones del Corán. Mientras los árabes hace siglos llamaban a las cruzadas “las invasiones francas”, los del Estado Islámico insisten, en una nomenclatura europea, en hablar de “la última cruzada”.
Las revistas del Estado Islámico que circulan en internet no son elaboradas en la pésima tradición publicitaria de las resistencias de Oriente Medio y ni siquiera con el sello de la estética árabe, sino en una puesta en escena de fotografía, videos y color dignas de las mejores agencias publicitarias de Occidente.
Duele decirlo, pero el Estado Islámico tiene más de espejo de Occidente que de islámico. Y todos los espejos mienten porque muestran la izquierda a la derecha. Parafraseando al poeta, “darle nombre de islam no nos ayuda”, tal vez un caleidoscopio que refleja lo peor de cada credo podría acercarnos a una definición más precisa.
Los talibán decían que preservar ídolos era como adorarlos, lo mismo dice ahora el Estado Islámico. Tal destrucción es otro acto de poder político enmascarado de una consigna religiosa. Es llamativo que no destruyeron las estatuas desde el comienzo, si acaso la razón fuera únicamente la supuesta adoración de otros dioses. No es sólo destruir estatuas, es negar el pasado, es reducir el espacio de la cultura a aquello que los radicales del Estado Islámico consideren válido, como los talibán en Afganistán; a aquello digno de verse, como han hecho los totalitarismos en diferentes épocas.
En cifras
15.000
obras de arte fueron robadas del museo de Bagdad durante los ataques de Estados Unidos, en 2003.
9.000
piezas fueron recuperadas por las autoridades iraquíes. Por eso, de las 23 salas que tenía el Museo Nacional de Irak, sólo siete volvieron a abrir.
613
objetos, incluyendo piedras, joyas de oro y varios ornamentos, formaban parte del llamado “Tesoro de Nimrud”.
150
sitios con alto valor cultural, entre mezquitas, mausoleos, iglesias cristianas y estatuas han sido destruidas por el Estado Islámico.
Publicado originalmente en El Espectador: https://www.elespectador.com/noticias/elmundo/cuando-estatuas-son-el-enemigo-articulo-548096