El fanático

fanático

Víctor de Currea-Lugo  | 4 de junio de 2021

Tras la reciente oleada de ataques del sionismo contra el pueblo palestino y de la polarización creciente en los debates políticos en Colombia en medio del paro nacional, valdría la pena mirar qué hay dentro de esos fanatismos que abrazan un credo y un texto, o mueren y matan por una causa. Me refiero especialmente al sionismo asesino y a “la gente de bien”, pero también a los fanáticos de izquierda. El fanático está ahí: en la política, a la vuelta de la esquina.

Hay tres casos de fanatismo a los que me he acercado: el Estado Islámico, los sicarios al servicio de Pablo Escobar y los combatientes de Pol-Pot en Camboya, y entre ellos existe una palabra en común: la frustración. La posición social y hasta económica es secundaria. Esa frustración es un elemento común en el que se suicida matando en Irak, el que decapita en Siria, el que bombardea en nombre de la Torá en Palestina.

El dogmático percibe una realidad en dos dimensiones: la primera: en la que se une con otros a los que considera iguales y, la segunda: el resto, la que está compuesta por los no creyentes, desviados, revisionistas, falsos musulmanes.

Esa división es necesaria para tener un enemigo al cual atacar: así se estigmatizó al judío antes del Holocausto, al tamil en Sri Lanka después de la época colonial, al tutsi en Ruanda tras la salida de Bélgica y hasta al suní luego de la invasión estadounidense a Irak en 2003.

El fanático se ve a sí mismo como el poseedor de la verdad. Es más, cree tener una superioridad moral que le permite juzgar y condenar a los demás, sin juicio previo y sin pruebas. Suponen una naturaleza del otro que le hace materialmente imposible entender al iluminado.

El otro es inferior y, por tanto, el enemigo (o es enemigo y, por tanto, inferior). El alienado, el enajenado es el otro. El fanático abraza un ser puro: el musulmán perfecto, el comunista ideal, el fascista consagrado; es esa negación de lo humano, de que todos tenemos esqueletos guardados en el closet.

Pero esa identidad es tan frágil que, dentro de ellos, hay una competencia permanente por ser el más puro y eso cohesiona el gueto aún más. De hecho, su dogmatismo muchas veces esconde una gran fragilidad, como la que se le acuña a la “generación de cristal”.

El fanático y sus purgas

No hay una línea racional de inclusión o exclusión, sino que la frontera de “nosotros y ellos” va cambiando según el acumulado diario. Eso permite, incluso de una manera básica, identificar a los menos, los rezagados y los que dudan y, por tanto, los que van a ser objeto de las purgas.

Las religiones son dogmáticas pues tienen un dogma de fe que no se negocia; como decía Tertuliano: “Creo porque es absurdo”. En nuestra cultura monoteísta y judeocristiana, sería bastante tonto pensar que mi dios es uno más, o que a lo mejor hay otro dios más poderoso o justo (diferente, por ejemplo, a los dioses del Olimpo, donde hay politeísmo). Sin embargo y paradójicamente, la ciencia, al dar razones y mantenerse en un argumento, es acusada de dogmática. Una postura científica que sea dogmática por definición no es científica.

Las purgas no son exclusividad de las religiones, también ocurrieron en la Alemania nazi, la Rusia soviética, los partidos comunistas y en las guerrillas latinoamericanas. Y siguen presentes en las instituciones académicas, las Organizaciones No Gubernamentales, los centros de investigación y hasta las sociedades científicas.

Hay también entre los fanáticos una necesidad de mantener una cohesión más allá del impulso cotidiano de pureza. Y, antes o después, hay una guía que puede estar escrita en un libro sagrado o ser la interpretación de aquel.

Y en este sentido se puede echar mano de cualquier texto, desde el Corán hasta un tratado pseudocientífico, pasando por un discurso del líder ungido o el Manifiesto Comunista. Lo importante, como dice un profesor francés, no es lo que diga el Corán, sino lo que la gente cree que diga.

Y bueno, se necesita construir un ídolo, poco importa si es real o ficticio. Total, si algo ha hecho bien el ser humano en toda su evolución es inventarse dioses. Hay dioses para todo, y sus libros sagrados contienen tantas metáforas que siempre hay un resquicio para tratar de justificar lo injustificable.

A veces basta que a alguien, sea más o menos popular, se le ponga un manto de santidad y listo: es el mesías. La fórmula es tan simple como eficiente: todo lo que él diga es verdad y todo lo que se diga contra él es mentira. Puede ser Hitler, Trump, Uribe, Stalin, el sheik de la mezquita más cercana, un rabino, un cura, un comandante, el jefe, el directivo de la empresa.

Otro paso en el fanatismo (y estos pasos aquí descritos no son lineales, sino intercambiables) es negar la realidad. Así actúan los terraplanistas, los antivacunas, los de las teorías de la conspiración. Siempre hay una mano oculta, es algo así como el paraíso de los paranoicos. Hay entonces un Gran Hermano, como en la película: El Show de Truman (eso no quiere decir que a algunos paranoicos nos los persigan de verdad).

Rechazo a la evidencia

A la realidad biológica, física o estadística, concreta y observable, se responde con el dogma: con una cita de algún autor, mejor si es desconocido y extranjero. Es como una especie de: el oráculo ha dicho, no hay nada que discutir. Para fortalecer la narrativa, el fanático adopta un nuevo lenguaje, como en la novela: 1984, cuyas resbaladizas definiciones permiten sustentar por qué ese de allá es el falso musulmán o el mal comunista.

Por eso son anticientíficos, relativistas en exceso, amantes de la conspiración y ajenos a los argumentos. El fanático condena al radical (es decir, al que va a la raíz de las cosas y toma una postura) porque le resulta como un espejo en el que ve su ímpetu reflejado, pero no su falta de argumentos. El fanatismo es la negación de ese ser moderno que promete Kant y que anuncia la modernidad, pero que no llega.

Queda otro paso a citar, que también puede ser el primero: salir del closet, a la calle, a la masa: para reclutar, para dar orden, para evangelizar, para dirigir o para empezar una despiadada cacería de brujas, machete o libro en mano, da igual. Para tomarse un Capitolio o poner un carro bomba, pasando por destruir a alguien en las redes sociales.

Si un sector de la sociedad se les enfrenta, serán los primero en ir a la hoguera, como las brujas del medioevo, como los revisionistas en la época de Stalin camino a los Gulag. Otros guardan silencio tratando de convencerse de que no vendrán por ellos, que pasarán de largo, que los que fueron quemados algo habrán hecho.

Y un grupo interesante se les une o intenta justificarlos. Se vuelven filo-dogmáticos, no por convicción profunda, sino por oportunismo o por miedo. Es sencillo: salvar el pellejo por un plato de lentejas o por treinta dinares, aprovechando por demás que el fanático confunde el aliado con el enemigo y a veces acepta el enemigo de aliado.

Los filo-fanáticos niegan hasta su esencia humana, no se reconocen al espejo, pero se acercan al fuego del poder que protege y calienta. Algunos incluso se flagelan, cual penitentes en Semana Santa en Filipinas. Serían capaces de señalar a sus seres más queridos como herejes para ganar el favor de los fanáticos.

En esta persecución se hermanan la quema de brujas y las decapitaciones del Estado Islámico, los fusilamientos de guerrilleros por sus propios compañeros y las expulsiones de traidores, la contrainteligencia del fascismo y la persecución a la ciencia.

También se hermanan en ese “ismo” al final de islamismo y de fascismo (aunque hay ismos socialmente aceptados que no se pueden cuestionar, sobre todo si son construidos desde la victimización, como es el caso del sionismo actual que domina a Israel). Un fanatismo que se cuestiona, se suicida; por eso Stalin prohibió el llamado Marx joven.

Lo siguiente ya lo conocemos: Pol Pot, el Estado Islámico, el holocausto nazi, Sabra y Chatila, el genocidio armenio, Ruanda, los Gulag. Se generaliza al máximo, y quien no está conmigo en un 100% es mi enemigo. No vale el 99%.

Por eso, el fanático censura espacios para que hablen sus contradictores alegando que los impíos no tienen derecho a la libertad de expresión, actúa en gavilla y de manera agazapada, no da el debate porque sabe lo frágil de su credo y huye a autonombrarse víctima para dirimir las discusiones. Los debates de principios los vuelven un problemas de formas, lo ético lo vuelven estético (un terreno donde todo vale) y desde allí salen a quemar herejes.

En nuestra protesta nacional, los fanáticos acusan a los radicales de fanáticos, se adueñan de los espacios y vocerías poniéndose al frente de marchas que no les pertenecen y gritando órdenes que nadie escucha, establecen una estética del paro políticamente correcta; algunos inclusos de elevan como mediadores considerándose por encima y por fuera de la sociedad misma. Y hay fanáticos que insisten en que su agenda particular está por encima de cualquier reclamo general.

Hay fanáticos-fanáticos que discuten la coma y el adjetivo del comunicado que nadie más leerá y hay hasta fanáticos-pragmáticos que confunden la dignidad con una carta de deseos al niños Dios, porque, en el fondo, la transformación real es como un vacío en el estómago que no soportan; es decir, son fanáticos del status quo.

Los acusados de moderados que se acercan a los fanáticos nunca van a lograr llenar la pureza necesaria para ser aceptados, nunca serán suficientemente puros, porque todo es motivo de purga. Así son los uribistas de racamandaca, los pastores trumpistas, los comunistas estalinistas, los izquierdistas sectarios y los centristas intolerantes. Así es el fanático musulmán y también la fanática no musulmana.