Víctor de Currea Lugo | 3 de junio de 2018
La violencia sexual en las guerras es, desafortunadamente, una constante. Desde el rapto de las sabinas hasta las violaciones de mujeres en la guerra de Bosnia-Herzegovina y Liberia, pasando por Siria, Palestina, Congo y Afganistán.
A Claudia Morales, por su valentía.
La violencia sexual en las guerras es, desafortunadamente, una constante. Desde el rapto de las sabinas hasta las violaciones de mujeres en la guerra de Bosnia-Herzegovina y Liberia, pasando por Siria, Palestina, Congo y Afganistán. Las víctimas, como una tendencia general, no denuncian. Y no lo hacen porque se enfrentarían a grandes poderes con mínimas posibilidades de éxito.
En el genocidio de Ruanda hubo un brutal capítulo de violencia sexual. Entre 250.000 y 500.000 mujeres fueron violadas. Pero no solo se trató de la orden de violar a las mujeres de la etnia tutsi y embarazarlas, sino que se organizó la salida de los hospitales de pacientes con sida, los cuales fueron agrupados en cuadrillas de violadores que luego contaminaron a miles de mujeres. Es imposible pensar que una mujer tutsi se atrevería a esperar siquiera algo de justicia de un sistema que, en la teoría y en la práctica, no ofrecía nada ante una denuncia.
En Darfur, Sudán, la violencia sexual es cotidiana. Allí, como trabajador humanitario, asumí parte de la atención en salud de las víctimas. Cuando las mujeres salían de sus aldeas a buscar agua o leña para cocinar, quedaban expuestas a los grupos paramilitares que las violaban. El miedo y la impotencia era tal, que pedirles que denunciaran no solo era inútil sino suicida. Un informe de Médicos Sin Fronteras (MSF) sobre violencia sexual terminó en la detención de los trabajadores humanitarios, porque se rehusaron a entregar los nombres de las víctimas a las autoridades, ya que sabían que el gobierno no iba a investigar sino a perseguir a las mujeres que se atrevieran a denunciar.
En Etiopía, en la frontera con Somalia, entrevisté varias mujeres violadas. Pertenecían a la comunidad ogaden, de credo musulmán; en esos días la población del lugar era una mezcla de refugiados provenientes de Somalia y de residentes etíopes de segunda clase. La constante era el deseo de silencio, sabían que las posibilidades de ganar un caso, ante un tribunal, era imposible. La falta de pruebas, las trabas burocráticas y los laberintos jurídicos, les desanimaban.
Pero ninguno de esos crímenes empezó cuando la mujer fue forzada sexualmente, no. Empezó mucho antes: en Ruanda empezó cuando se convirtió a los tutsis en cucarachas y a las mujeres de esta comunidad en una amenaza demográfica y en una “tentación para los hombres hutus”.
En Darfur, los crímenes empezaron cuando el sistema judicial, retorciendo el Corán, decidió que para que una mujer denunciara una violación sexual necesitaría de cuatro testigos que no fueran sus familiares. Y si no presentaba los testigos, podría ser acusada y procesada por tener sexo fuera del matrimonio.
En Etiopía, la violación empieza con una negación de la comunidad ogaden y una nula oferta de acceso a la justicia. Las mujeres de esa comunidad, no aparecían siquiera en las políticas de las autoridades locales, mucho menos aparecerían ante el sistema judicial.
Esas decisiones políticas y jurídicas estuvieron en los tres casos acompañadas de unas prácticas, creencias y prejuicios sociales que cohonestaban con la violencia sexual, al punto que la perpetuaban como una costumbre más. Era muy importante ofrecer asistencia médica a las víctimas y también apoyo a su salud mental; era útil enseñarles sus derechos, pero todo eso era limitado cuando el sistema judicial no abría sus puertas ante estos hechos. Las víctimas sabían que, como dice una columnista colombiana, el camino del silencio era el más adecuado en estos escenarios.
En todos estos casos, las mujeres enfrentaron las dudas de la sociedad, la morbosidad, las preguntas de la familia, la sospecha de las autoridades, el recuerdo del victimario impune y la falta de entendimiento de quienes, en ese momento, más debían entenderlas.
El silencio en estos casos no es un lujo, y su relato a medias no puede volverse un arma contra las víctimas. Exigirles que hablen sería exponerlas a nuevos riesgos. Esas guerras me enseñaron que acusar a la víctima de ser responsable de la impunidad es injusto. En los tres escenarios citados, con un alto nivel de impunidad bajo regímenes patriarcales, donde la violencia sexual es cotidiana, no hay esperanza, porque la justicia no es más que un cúmulo de buenas intenciones y un cartapacio de normas sin futuro al servicio de poderes intocables.