Víctor de Currea-Lugo | 11 de marzo de 2023
A mi terapeuta
Me gusta la palabra “manicomio”. Todo el mundo la entiende, es una palabra transparente, sin pendejadas semánticas. Ya sé que algunos quisieran llamarlo “espacio de habitabilidad temporal para personas en situación de salud mental divergente”, pero yo me quedo con la palabra del título.
Manicomio es claro, significa: «lugar donde se cuida a los locos». Sus puertas siempre están con llave y sus ventanas cerradas, como en las casas vecinas, pero no están cerradas para que no se metan ladrones, sino para que no se salgan los enfermos. Sí, ya sé que no se dice loco, pero es otra palabra transparente, si hay carga, está en el lector y no en la palabra.
¡Afuera cordones, afuera cinturones! Debemos quitarnos cualquier cosa que pueda servirnos para hacernos daño, entendible por demás. No hay acceso a algún “simple estilete” para llevarnos al sueño final, como diría el príncipe y finado Hamlet.
En la unidad de urgencias, el primer filtro, pasé mis primeras dos noches entre pacientes críticos. Tres de ellos emitían, desde sus cuartos, unos quejidos que semejaban a los seres que describe Dante que están en el infierno, un sonido comparable a los muertos vivientes de “The walking dead”.
Allí conocí a Alicia en el país de las maravillas y a otro que decía ser un espía ruso. La verdad, historias tan extrañas y falsas como las que se oyen allá afuera, en las calles. Total, aquí no son todos los que están, ni están todos los que son. Cuando conté una parte de mi vida al médico de urgencias, este me miró con pensando “este hombre está loco”; no sé si con algo de admiración, pero sí con la absoluta certeza de que debía hospitalizarme de inmediato.
Al llegar a la unidad de, digamos, recuperación, se me acercó un hombre quien me dijo que, entre él y su hermano, sabían todas las respuestas a las preguntas que hay en el mundo. Yo le pregunté, entonces, por el personaje protagonista de las Mil y una Noches. Él me dijo que él no lo sabía, pero su hermano de seguro sí.
Segundo círculo
No hay espejos. Pensé en Borges cuando uno de sus personajes dice que odia a los espejos; dice que “son abominables porque multiplican el número de hombres”. No los hay para que no podamos usarlos de manera letal; pero yo creo que es mejor no mirarse a la cara, mejor esperar y mirarse hacia adentro.
La falta de relojes hace que el tiempo sea flexible: se acorta a la hora de visitas y se alarga en la noche. La mayoría de los pacientes estábamos por depresión, riesgo suicida o por consumo de sustancias psicoactivas. En todo caso, comprobé que volverse loco es más difícil de lo que la gente piensa y suicidarse es más fácil de lo que cualquiera imagina.
Había agua caliente, camas limpias y comida decente. Un paciente con diagnóstico de enfermedad bipolar era alérgico al litio, que es la medicación de elección en estos casos. Otro miraba en el aire como dirigiendo una orquesta imaginaria, con trompetas y violines, a los cuales invitaba a sonar intercaladamente.
En la sala de televisión, parecíamos cualquier familia: mirábamos absortos la pantalla, todos igual de sanos y de enfermos que cualquier ralea colombiana. Un policía me dice que se disparó con el arma de dotación, pero se le trabó y prefirió venir a que lo viera el loquero.
Sartre decía que “el infierno son los otros”, pero los demonios sí nos son propios; cada uno los pastorea en sus entrañas, como la procesión que va por dentro. Aquí estamos protegidos del averno que hay afuera, pero todos entramos aquí con nuestros fantasmas.
Un paciente compró el cianuro, se sentó frente a un vaso con una buena porción y no fue capaz de tomárselo; del dicho al hecho hay mucho miedo. Está otro nuevo amigo, que teme que se cumplan las predicciones de su enfermedad y máximo en seis meses pierda la visión por completo.
Aquí tampoco vale el “¿por qué a mí?” o el “si yo hubiera”. La enfermedad mental no repara en ciertas cosas y no tiene nada que ver con la justicia. Nos ponemos ansiosos antes de las visitas como en los hospitales, caminamos (“patinamos”) de una pared a otra como en las cárceles, y hacemos la fila para la medicación como en las películas. Uno se llama Lucas y él mismo bromea con el loco de Chespirito que se llama Lucas Tañeda.
En los manicomios, las medicaciones son necesarias. Eso lo sabemos bien los locos, así la antipsiquiatría diga otra cosa. Los medicamentos nos protegen del insomnio, de la ansiedad, de las ganas de morir y de las alucinaciones. Todavía no existe una droga para perder la memoria, como muchos quisiéramos. Envidiamos a Helena de Troya, cuando tenía una droga “contra el dolor y la cólera, que hacía olvidar todos los males”.
Casi todos los pacientes coincidimos en decir que nos emputa (así de claro) esa frasecita de “ponga de su parte”, como si las enfermedades mentales no existieran y fueran solo un problema de voluntad para superarlas. Es como decirle a alguien en sillas de ruedas que salga a correr, que solo basta querer hacer algo para lograrlo.
Cotidianidades del manicomio
Es interesante como, tanto aquí adentro como allá afuera, la gente reescribe los términos médicos. Un paciente pedía un examen para mirar sus niveles de “topacio”, cuando quería decir potasio, y otro decía que tenía “taticardia” queriendo decir taquicardia.
No he experimentado en ningún momento nada de lo que sale en las películas del hospital con camisas de fuerzas, choques eléctricos y la tiranía del psiquiatra. Como decía un médico: el papel de los médico psiquiatras, en las películas, siempre se lo dan a los peores actores.
Un policía hospitalizado me decía: el problema es que nos odian la sociedad, la prensa y nuestros jefes. Varios pacientes adoptaron una paloma coja, la paladeaban cada día; era como si cada uno se sintiera reflejado en ella y buscara curarse a sí mismo a través de ella.
El manicomio es el único sitio donde el cliente no tiene la razón. Aquí hay un cura, un médico, un abogado y un militar. Falta un alcalde. También había un satánico. Y claro, está el personal de salud, tan humano y frágil como los pacientes. Aunque los posmodernos digan lo contrario, me trataron bien, humanamente bien.
Vemos por la ventana y nadie puede asegurarnos que esos, que van por la calle, están mejor que nosotros. La diferencia es que aquí no usamos la máscara y la gente, por ejemplo, que está por adicciones lo habla sin esa moralina vergonzosa que hay afuera. Igual los de vocación suicida y los de otras enfermedades.
Hay una gran diferencia entre lo que sucedía en los manicomios hace cincuenta años y lo que pasa ahora. Entre nosotros, nos extrañamos cuando alguien no llega al comedor y preguntamos con genuina preocupación. Parte de la mejoría viene de los otros locos, de este micro mundo en que se reproduce la misma sociedad. Insisto en que en este país bien valdría echarle fluoxetina al acueducto; al contrario del título del famoso libro, creo que es más sano decir “más Prozac y menos Platón”.
Hay gente aquí que perfectamente podría estar en la asamblea de vecinos, la estación del bus, un salón de clase o una sesión del Congreso; es decir, tan humana como el que lea estas líneas. La gran diferencia es que aquí la mayoría aceptamos las ventajas de usar la pastillita rosada para hacer la vida más llevadera.
En el patio, conozco una mujer con cuatro personalidades, así compensaba la maldad de una con la bondad de la otra, y la solidaridad de la tercera con el egoísmo de la cuarta, todo para sobrevivir. ¿Acaso no todos hemos querido, aunque sea una vez en la vida, estar escindidos?
Algunos, más estables, se van yendo. Son dados de alta y regresan a ese mundo que daño les hizo. Todos merecerían vivir la experiencia de estar una temporada en el manicomio, no como castigo sino, lo digo en serio, como regalo. Bueno, los dejo aquí, voy que llamaron a la medicación del medio día.
PD: si tu terapeuta, ese que según Foucault debería negarte la palabra, te escucha de manera auténtica y reconoce tu dignidad, mientras algunos dizque trabajadores de derechos humanos te cancelan, es porque algo muy, pero muy perverso, está pasando en el mundo.