Víctor de Currea-Lugo | 30 de septiembre de 2023
Hace años el maestro Nicolás Buenaventura escribió un libro llamado “la importancia de hablar mierda”, donde reivindicaba el placer de la conversación creativa; pero aquí no me refiero a eso sino a otra mierda: a la tentación muy colombiana de hablar y hablar, como hámsteres en una rueda, sin avanzar ni un metro y, sobre todo, creyendo que con ello estamos yendo a algún lugar o cambiando el mundo.
Esta reflexión ni siquiera es mía, nació de hablar con varios cooperantes extranjeros que no logran entender cómo podemos durar (no horas sino días) hablando de un tema para concluir que debemos hacer una nueva reunión y examinar más tal o cual arista.
Una cosa que asombra a los extranjeros es nuestra capacidad de citar autores, usar palabras rebuscadas y terminar repitiendo lo ya dicho una y otra vez en cada encuentro. La derecha en eso es más pragmática, pero la izquierda no, y sigue pecando ahora en las reuniones oficiales presididas por burócratas (aunque no todos los que izquierda son burócratas, ni todos los burócratas son de izquierda).
Cuando el arte sería quedarse callado
El problema es que las acciones concretas se remplazan por reuniones, sobre todo con la profunda convicción de que “hablar también es un hacer” y no se mide el desgaste que eso produce en las comunidades y hasta en ellos mismos.
Esa costumbre también bebe de la manida frase de “lo que no se menciona no existe”, que es discutible. Entonces, a ella respondemos no solamente nombrando, sino solo nombrando. Creemos que basta decir agua para calmar la sed. Si así fuera, bastaría nombrar la paz para resolver la guerra.
Creer que la palabra crea realidades de manera automática es jugar a ser Dios, que dijo luz y la luz fue hecha. El ser humano no crea realidades solo con nombrarlas (ya sé que otra cosa son las realidades sociales), ni puede negar la existencia de la realidad con no mencionarla.
Esto es más grave cuando nuestra sociedad está convencida de que nadie representa a nadie, que nadie puede decir lo que pensamos. Así el que hable antes de nosotros diga el 99% de lo que pensamos, necesitamos decir nuestro 1% y repetir el 99% ya dicho.
Creemos que la democracia participativa obliga a que todos participen y la participación se entiende como el “uso de la palabra”. Además, estamos en un momento en que (por ejemplo) para hablar de racismo hay que ser negro, con lo cual, si no se expresan en la reunión todas las minorías pensadas, entonces, “la reunión no es legítima”.
Y cuando no tenemos propuestas, entonces nos devolvemos a cuando se enfrió la tierra para poder dizque hallarlas. Y como no hay tiempo para profundizar, nos basta con la mención en el titular, no el desarrollo de la idea sino el titular (eso lo sabe la gran prensa).
A todo esto, contribuye, y mucho, el modelo predominante de cooperación internacional basado en la lógica de la demostración de acciones para justificar el recurso, lo que llamo “la dictadura de la factura” que nos empuja a justificar cada gasto, cada refrigerio, tomando fotos de la reunión y llenando listados de asistencia que se vuelven más importantes que el tema de la reunión. Hay que cumplirle primero al donante antes que a las comunidades, y el medio -la reunión- se convierte en el fin.
No existe el derecho al silencio, el veneno neoliberal nos ha enseñado que la competencia es la regla y la falsa academia nos ha educado a hablar con pies de página como citas sagradas. Hablo luego existo, y sé en cuanto cito.
Necesitamos mostrar la erudición, hacer siempre un análisis de contexto exhaustivo, usar palabras rimbombantes, hacer creer que sabemos. Por eso se citan autores antes que realidades, por eso vale más la voz del intelectual de ciudad que de quien viene de la zona rural, por eso las leyes y los discursos los hacen los tecnócratas.
La realidad la han vuelto subjetiva, el pensador un fanático y la palabra un dogma. Por eso no basta haber vivido una masacre para hablar de ella sin antes haber leído a algún intelectual de turno.
El lenguaje correcto
Toda frase, documento, declaración o intervención pública no será suficiente si no menciona por lo menos una vez lugares comunes (no por ello no válidos) como la defensa de los Derechos Humanos, la paz como justicia social, la necesidad de un desarrollo sostenible, la lucha contra el neoliberalismo, la participación de la sociedad civil, la inclusión y la perspectiva de género, el empoderamiento, la comunidad internacional, la diversidad cultural, la autonomía de las comunidades locales y un largo etcétera. No porque estas frases no reflejen banderas justas sino porque son tan comunes que pierden su esencia.
En Colombia “dato no mata relato”. Por eso no es ninguna sorpresa que algunos de los antiguos miembros de las ONG que ahora están en el Gobierno saquen su batería de palabras para repetir, pero desde el Estado, lo mismo que hacían antes. Y no debería ser motivo de asombro porque eso es lo que ha sembrado la izquierda.
En algunos sobrevive la convicción de que alguien con hambre necesita un discurso sobre la soberanía alimentaria antes y no un pan; o de que a los líderes sociales van a dejar de matarlos porque lo prohíba una ley. La sociedad colombiana hace lo mismo que critica de la comunidad internacional: hacer normas que no se aplican, ya sea para regular la guerra o para prevenir el cambio climático.
Por eso, algunos camaradas y compañeros insistieron en no decir pandemia sino “sindemia”; en corregir a quien diga medio ambiente porque lo correcto es decir ambiente (prefiero la postura del papa que habla de “crisis socioambiental”) o en decir “cuerpos y cuerpas”. Ese uso políticamente correcto del lenguaje no sólo se asume como muy importante, sino que remplaza por completo la acción. Y ese culto a la palabra lleva a que se saquen los ojos por una coma en un comunicado que no va a releer nadie.
El debate es semántico y no político, pero si uno afirma eso le dicen que “lo semántico también es político”. El problema no es que eso se mantenga en ciertos grupos de izquierda, con vocación inquisitorial y comportamientos dogmáticos; es que esa lógica se traslada al Gobierno.
No se puede perder esta oportunidad histórica amenazando con hacer sin hacer, ni legislando por el placer de legislar, cuando -casi- todo lo que quiere hacer Petro ya está en la Constitución de 1991. El fetiche jurídico ha limitado la acción política.
Y aunque suene gracioso y pintoresco, esa vocación de hablar mierda no lo es. Y no lo es porque esas demoras en la acción se miden en vidas humanas, como es el caso de la falta de acciones eficaces contra el asesinato de líderes sociales, a pesar de que todos los días en todos los espacios y casi por todas las personas se habla de ese tema.
No se puede seguir justificando aplazamientos en estadísticas y comparaciones. Se suele decir que “esperamos 200 años” para llegar al Gobierno; al paso que vamos, corremos el riesgo de condenar el país a 200 años más de Gobiernos de derecha.
PD1: Por eso, a pesar de todo lo bueno, tengo reparos personales sobre cómo finalmente se diseñó el modelo para delinear la participación que hará la agenda (política, económica y social) que servirá de marco para las negociaciones entre el Gobierno y el ELN; así de largo como suena. Ojalá les vaya bien.
PD2: Lo único bueno de vivir la cancelación es que te hace apreciar la belleza del silencio y descubrir que nos salvamos de muchas cosas a las que hubiéramos estado expuestos si algunas no hubieran decidido que no somos lo suficientemente puros para ser invitados a hablar mierda.