Víctor de Currea-Lugo | 24 de julio de 2020
Imaginémonos que son las 5 de la tarde y un carro se cruza un semáforo en rojo. El choque con otros carros nos lleva a mirar hacia el mismo lado, algunos marcan el número de emergencia y otros corren al lugar de los hechos. Pero las ambulancias no llegan. Ni hay conductores para las ambulancias, ni tampoco personal salud para la atención. No hay un transporte adecuado para llevar a los heridos al hospital. Entre los heridos, dicen los rumores, están sus vecinos.
Entre algunas personas voluntarias se lleva a los heridos a un centro de salud cercano. Pero no hay quien abra la puerta, los servicios de seguridad del hospital no están presentes. Finalmente logran empujar la puerta principal y no salen camilleros ni camillas en auxilio. El piso de urgencias está sucio, las personas de la limpieza (la mayoría mujeres mal pagadas) no fueron al trabajo. Una prima lejana es precisamente una de las trabajadoras de limpieza hospitalaria.
La sala de urgencias está llena, mucho más de lo que suelen estar siempre. Hay un señor que se queja de un dolor en el pecho, se parece a tu papá; un niño sufre un ataque de asma; una niña de brazos llora desconsoladamente. El cardiólogo está en el hospital, pero hospitalizado, se contagió de Covid atendiendo a un grupo que llegó de una fiesta ilegal; la neumóloga está en casa cuidando a su mamá enferma; y el pediatra se cansó de esperar un salario decente.
Muchos de los que tienen síntomas de Covid, estuvieron en funerales, asados, visitas familiares y centros comerciales. Algunos de ellos, incluso en la sala de urgencias, tienen el tapabocas a medio poner. Uno de ellos reconoce, con respiración entrecortada, que era uno de los que no creía en el virus. Otro dice que estaba tranquilo porque tomaba sopas de ajo.
Los voluntarios atraviesan con los heridos hasta las salas de observación, usando unas camillas que encontraron a su paso. No hay quien registre, no hay quien haga el triage, no hay quien autorice el ingreso. La enfermera jefe que solía hacer el primer filtro de pacientes, está muy enferma en la casa: durante días estuvo recibiendo enfermos y heridos, con tapabocas y guantes escasos, y sin equipos de protección adecuados.
La secretaria de urgencias y los dos auxiliares que solían ayudarle tampoco están. Uno de ellos asumió que como era personal administrativo no se iba a infectar al no estar en contacto directo con pacientes; otro está en casa cuidando a su mamá que es hipertensa y a su papá diabético.
Los sobrevivientes esperan, ya han pasado varias horas y el hambre apremia. En la sala de observación las camas están llenas. No hay auxiliares de enfermería que ayuden a los hospitalizados, que den analgesia, que cambien los sueros, que pasen un pato para el señor prostático que está que se orina.
Las empleadas que solían, por lo menos, tres veces al día llevar comida no están. Algunas, como muchos otros trabajadores del hospital, tienen un contrato miserable. No les pagan a tiempo, le pagan poco, no les dan protección y con la pandemia, han aumentado sus horarios y su trabajo.
La gente sigue esperando y hay un daño en la luz eléctrica de un área; pero no hay personal de mantenimiento. Don Jorge, el más viejo de ese equipo de trabajo, tiene que quedarse en casa, porque por sus problemas respiratorios no debe estar en el trabajo. Y el jefe de mantenimiento salió positivo para coronavirus, lo mandaron para la casa, pero no le reconocen la incapacidad laboral.
Llega el amanecer. No hay quien pase revista a los pacientes, quien cambie las sábanas. El personal de laboratorio clínico tampoco está para recoger las muestras. Las horas de la mañana eran de un agite constante entre historias clínicas, batas blancas y nuevos tratamientos. Los pasillos de los pisos del hospital están vacíos de personal sanitario pero llenos de lamentos y de incertidumbre.
Es posible que hubiera personal trabajando en los pasillos, si recibieran un salario justo, si les hubieran dado esos tapabocas que les negaron, si no los hubieran llevado a la renuncia luego de la discriminación en sus propios edificios de vivienda. Si sus vecinos se hubieran cuidado suspendiendo asados y fiestas, visitas y paseos. De nada sirve gritar un poco más fuerte, asomarse al corredor, ni tocar los botones de emergencia.
Al fondo del pasillo hay una zona aislada. En su puerta dice: Unidad de Cuidados Intensivos. Hay una zona con pacientes de accidentes, de derrames cerebrales, de crisis hipertensivas. Hay otra zona, más cerrada aún, para pacientes Covid. Están allí, con un tubo en la garganta. No hay quien les limpie sus heces, no hay quien los gire para evitar las llagas, no hay quien aplique un solo medicamento.
Los ventiladores no funcionan solos. La única intensivista está en la cama número tres, contagiada de Covid, luego de semanas de luchar contra el virus en cuerpo ajeno. No hay tampoco terapeutas respiratorias. El médico internista que estaba allí ya no puede volver aunque quisiera, su salud mental está deteriorada. Se siente inútil, solo, peleando contra molinos sin tener ayuda alguna, ni de la sociedad, ni de las instituciones, ni de las autoridades. En este mismo instante llora, solo, en su vivienda.
Al fondo, en la sala de urgencias, en el área de hospitalización y en la vivienda del médico internista, los televisores transmiten el discurso del honorable señor presidente, quien repite las mismas promesas de ayer que, a su vez, eran las promesas de hace tres días.