Víctor de Currea-Lugo | 2 de enero de 2016
Ambos países están en Oriente Medio, ambos tienen el Islam como religión oficial y ambos dicen defender la causa palestina, pero son más las cosas que los separan que las que los unen.
En el origen del Islam, el debate político por definir al heredero del profeta Mohamed terminó en la creación de sus dos más numerosas ramas: los suníes y los chiíes. Más que una tensión religiosa, la ruptura inicial es ante todo política. Hoy, Irán es el país chií por excelencia y Arabia Saudita, suní, el guardián de los lugares sagrados de Meca y Medina. Aunque el componente suní-chií existe, pero no es el único que explica la confrontación.
Mientras Irán lograba refundarse como entidad echando mano de su milenario pasado persa, de una geografía estable por siglos y de la rama chií, Arabia Saudita fue creada por los ingleses hace menos de un siglo y su liderazgo en el mundo suní es altamente cuestionado. De hecho, su forma de entender el Islam (y la política) deriva del wahabismo: un credo religioso autoritario, que considera a los chiíes falsos musulmanes, basado en la aplicación radical de la Sharia (la llamada ley islámica), antidemocrático, y altamente conveniente para la monarquía saudí.
Irán, por su parte, cayó en desgracia ante los ojos de Occidente, cuando la revolución de 1979 echó del poder a Mohammad Reza Pahlevi, monarca pro-estadounidense que gobernó su país mirando a Europa y generando una terrible oleada de torturas y muerte contra cualquier asomo de oposición.
Desde 1979, Irán se opuso tanto a la presencia de Estados Unidos en la región, como a la ocupación de Palestina por parte de Israel; mientras que Arabia Saudita se ha ido consolidando como aliado de los Estados Unidos. Durante la guerra Irán-Irak (1980-1989), los saudíes decidieron apoyar a Irak, igual que hizo Estados Unidos y hasta la Unión Soviética.
La Guerra Fría de Oriente Medio
Posterior al fin de la Guerra Fría, la disputa por el liderazgo regional se dio entre Arabia Saudita e Irán. Con motivo de las revueltas árabes, cada uno se posicionó leyendo la coyuntura y apoyando actores diferentes. En Egipto, por ejemplo, a Arabia Saudita le preocupó el ascenso de la Hermandad Musulmana (igual que a Israel y a Estados Unidos), mientras que Irán intentaba ver una revuelta más religiosa que política.
En Bahréin, país de mayoría chií gobernada por una monarquía suní, Irán simpatizó con las marchas de la oposición mientras que Arabia Saudita envió incluso tropas para reprimir las manifestaciones. En Siria, el gobierno iraní está haciendo presencia desde hace varios años en apoyo al régimen de Bashar Al-Asad, mientras que Arabia Saudita ha estado alimentando grupos opositores siempre y cuando éstos sean salafistas, es decir, contribuyan a la expansión del islam tal como lo entiende la casa saudí. En Yemen, de nuevo se repite la confrontación de Irán con Arabia Saudita a través de terceros, por eso entre expertos la noción de Guerra Fría de Oriente Medio es muy popular, aunque no lo es para quienes temen reconocer esta realidad.
Irán tiene razón cuando denuncia a las monarquías del Golfo Pérsico y la persecución implacable a voces opositoras en Bahréin y Arabia Saudita, países estos donde los chiíes son marcadamente pobres y trabajadores de las petroleras; también cuando denuncia que la caída de Siria en manos de Estados Unidos buscaría desvertebrar lo que se conoce como la “resistencia” contra Israel: el eje Irán – Siria – Hizbollah (en Líbano) y Hamas (en Palestina). Pero Irán se equivoca en su lectura de Siria, porque no se puede negar los horrores cometidos por el régimen contra la población civil, usando incluso armas químicas.
Arabia Saudita, paradójicamente hoy miembro del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, ha decidido dar un paso más: aplicar la pena de muerte a 47 opositores, entre ellos uno de los líderes chiíes más relevantes: Nimr al-Nimr, quien encabezó parte de las manifestaciones pro-democráticas en 2011.
Esto generó una gran protesta en el mundo musulmán (incluyendo países de mayoría suní como Afganistán y Pakistán) y entre las ONG de derechos humanos, como Amnistía Internacional; también en Qatif, ciudad de mayoría chií en Arabia Saudita, hay numerosas marchas en contra del régimen. Desde Riad se ordenó ejecutar 90 personas en 2014 y 157 en 2015. En ese contexto, la embajada de Arabia Saudita en Teherán (capital de Irán) y su consulado en Mashhad, fueron atacadas.
Las ejecuciones son para Arabia Saudita la legal actuación ante un grupo de terroristas, mientras que para Irán es una decisión política para perseguir y castigar tanto a la oposición como a la minoría chií. Más allá de las formalidades jurídicas, llama la atención que los castigos impuestos en Arabia Saudita (como la decapitación) son muy similares a los establecidos por el Estado Islámico.
En ambos lados de esta confrontación, hay un uso instrumental de la noción de “terrorismo”: la usa Irán para calificar toda oposición contraria al régimen de Siria y la usa Arabia Saudita para criticar a la oposición de Bahréin, Yemen y la que tiene en casa. Ambas partes se acusan mutuamente de exportar el terror.
Los escenarios de esta Guerra Fría están pasando de Siria, Yemen y Bahréin, al propio territorio de los países involucrados; es decir: se está calentando. Es precipitado imaginar una confrontación directa, máxime cuando Arabia Saudita reposa su protección internacional en Estados Unidos y la intervención militar directa de esta potencia contra Irán prendería la región. Irán, por su parte, no tiene tradición de comenzar una guerra, así que a pesar de lo que para ellos sean provocaciones, difícilmente pasarían a una acción directa contra Arabia Saudita.
Lo que sí es esperable es un aumento de acciones militares a través de terceros a lo largo de la región y un incremento en las acusaciones de ambos lados, haciendo de Oriente Medio una región más inestable.