Víctor de Currea-Lugo | 15 de noviembre de 2015
A partir del 11 de septiembre de 2001, las tensiones entre Occidente y el mundo musulmán han ido en aumento. La creciente islamofobia, el terrorismo de Al-Qaeda, la islamización de algunas causas nacionalistas como el caso de Filipinas y Chechenia, (no así en el caso palestino) han ahondado en el debate sobre el carácter político del Islam o el carácter islámico de toda acción política de los musulmanes.
La noción de ‘Islam político’ es ya discutible: toda religión tiene detrás una propuesta de organización social que la convertiría, por definición, en una propuesta también política. El profeta Mohamed fue un jefe de Estado (a diferencia de Jesús). Y el Corán, su libro sagrado, dicta normas sobre la vida en comunidad. Aquí cabe la pregunta por el carácter revolucionario del Islam que reivindica, por ejemplo, Irán; así como sobre el carácter conservador del Islam: caso de Arabia Saudita.
Más allá de debates semánticos (importantes pero secundarios en este caso) no estamos ante una guerra de civilizaciones ni mucho menos de religiones: Al-Qaeda atacó Wall Street, no atacó el Vaticano. Como dice Olivier Roy “si Occidente no es el cristianismo, ¿por qué el Islam habría de ser Oriente?”.
Podemos organizar las tensiones en tres temas: los grupos pro-Al-Qaeda, las revueltas árabes y las propuestas democráticas desde el Islam. Muchas organizaciones armadas de orientación islámica rechazan abiertamente a Al-Qaeda, porque en realidad no tienen una ideología común: es el caso de Hamas en Palestina, de Hizbollah en Líbano, del Frente Polisario en Sahara Occidental, entre otros. Lo mismo sucede a nivel individual: muchos integrantes de Al-Qaeda rompen con el mundo musulmán al que dicen representar. Los asesinos de Charlie Hebdo no eran visitantes asiduos de las mezquitas sino musulmanes marginales.
En el caso de las revueltas árabes, vemos el ascenso de partidos de corte islamista en las elecciones de Marruecos, Túnez y Egipto, pero también vimos millones de musulmanes en las calles reivindicando democracia, justicia y libertad. Es ingenuo pensar que en una región de mayorías musulmanas el factor religioso esté ajeno a las acciones políticas, aunque el debate es si los manifestantes actúan como ciudadanos o como creyentes. También existen organizaciones políticas de budistas en Sri Lanka y Birmania, de judíos en Israel y en Estados Unidos, y partidos como la democracia cristiana. El problema está, también, en que los partidos políticos con elementos cristianos se perciben como laicos en Occidente mientras se sataniza un partido con elementos musulmanes.
Y sobre los fracasos de construir democracia en el mundo árabe, desde la caída del imperio otomano, los árabes han dado el poder a militares, a nacionalistas, a neoliberales y todos ellos fracasaron en su promesa de justicia. Ahora dicen: ¿y qué pasa si les damos una oportunidad a los musulmanes? Eso sucedió en las elecciones palestinas en enero de 2006, debido no al apoyo a un discurso confesional sino al desgaste de los otros discursos, y a la capacidad de los musulmanes para garantizar un mínimo social. Y algo similar pasó en Egipto en 2012.
Debates abiertos
Los debates se dan en torno a: a) las organizaciones musulmanas y b) en torno a la Sharía (que literalmente significa “camino al manantial”) y que se traduce como las normas de derecho islámico que sería implementado.
Sobre las organizaciones, la más relevante es la Hermandad Musulmana, nacida en 1928. Los Hermanos Musulmanes ofrecen “el islam como la solución” al problema de qué tipo de sociedad construir. Su rama en Siria fue el mayor grupo de oposición al gobierno hasta 1982 (cuando las Fuerzas Armadas masacraron civiles en la ciudad de Hama). Pero la Hermandad no es la única organización religiosa con accionar político y ella misma se rige por agendas nacionales antes que por una “internacional islamista”.
Las organizaciones islámicas tienen a su favor, el anti-americanismo y paradójicamente hasta la islamofobia, pasando su capacidad de garantizar “cero corrupción” aún en contextos difíciles (caso de Hizbollah y de Hamas), su capacidad para crear políticas y redes sociales muy fuertes, y la recuperación de una identidad perdida. En el caso de los Hermanos Musulmanes, como dice John Esposito, “los principales instrumentos del islamismo no son las bombas ni los rehenes, sino las clínicas y las escuelas”. Sin embargo, en contra juega su ambigüedad para con los derechos humanos y, especialmente, con los derechos de las mujeres.
Su prioridad no es el poder sino la (re)islamización de la sociedad, y ese es un proceso a largo plazo que no puede imponerse por decreto sino que se hace con trabajo cotidiano. Para ellos, el poder político no es un fin sino un medio. Como agrega Roy, “casi todos los movimientos islamistas han abandonado el terreno de la violencia política y se han vuelto más nacionalistas que islamistas”.
En el caso de la Sharía, el debate es más complejo. Lo primero que hay que acotar es muchas de las afirmaciones sobre la Sharía no son una involución sino una ratificación de las costumbres ya imperantes en el mundo musulmán y, por tanto, se les puede acusar de continuismo pero no de retroceso.
Ahora, el debate es cómo resolver las tensiones entre la Sharía y las reivindicaciones compatibles con los derechos humanos. Esta tensión se resolvía de tres maneras: a) confinando la Sharía al estatuto personal, dejando el resto de cuestiones al derecho positivo, b) declarándola ley del Estado, como es el caso de Arabia Saudita y del modelo talibán, c) haciendo prevalecer la lógica política y del derecho positivo sobre la Sharía.
Para algunos autores “no hay nada en las sociedades islámicas que las haga incompatibles con la democracia, los derechos humanos, la justicia social o la gestión pacífica de los conflictos, como pretenden quienes defienden la existencia de una excepción islámica”. Un líder egipcio me decía: “Los Hermanos Musulmanes son más liberales que la extrema derecha francesa, y Bush fue menos democrático que los Hermanos Musulmanes. Si uno acepta la democracia, tiene que aceptar que ellos se organicen y participen. Las elecciones deben depender de la gente”. Esto aplaza las tensiones pero no las resuelve.
Autoritarismos
Un Estado de naturaleza confesional por más laico que sea siempre tendrá una distinción entre el creyente y el no- creyente, el kafir. Así las cosas, las banderas de la inclusión política y la justicia social se abordan ya no desde el concepto de persona ni desde la relación Estado-ciudadano, sino desde el concepto de mérito que a su vez se define por su pertenencia o no a un grupo religioso, incluyendo el puesto que tal religión otorga a sus adeptos.
Frente a ese autoritarismo, el islamismo se ha erigido como alternativa. En palabras de Álvarez-Ossorio, “las formaciones islamistas se han beneficiado del hartazgo político existente, al recabar el voto de castigo hacia unos regímenes autoritarios deslegitimados que se perpetúan en el poder. La instrumentalización que hacen de la cuestión religiosa les ha servido para atraerse las simpatías del electorado en unas sociedades en las que lo religioso impregna por completo la esfera pública”.
Hay la necesidad de contar con un sujeto político y social capaz de liderar cambios políticos y hay un actor religioso dispuesto a llenar esta necesidad. Los musulmanes están en las calles más como ciudadanos que como creyentes (lo cual no necesariamente indica que su carácter musulmán no esté también presente en su acción política), de la misma manera que la democracia cristiana mueve una agenda política que va más allá del Nuevo Testamento y del Vaticano. Así, los islamistas tienen dos caminos: el paso a un modelo como el de la democracia cristiana o el paso a un neo-fundamentalismo.
Como dice George Corm, “el Islam es con demasiada frecuencia utilizado abusivamente como marcador identitario e histórico exclusivo de los diferentes pueblos de la región, pero también como única clave de explicación”, lo constituye uno de los grandes errores de Occidente. Lo curioso es que gobernantes de Egipto, Libia, Siria, Jordania y Yemen han usado el mismo argumento: el miedo al “islamismo radical” para justificar su permanencia antidemocrática en el poder.
Publicado originalmente en El Espectactor