La guerra de Siria, el infierno de Ghouta

Siria
La guerra de Siria, el infierno de Ghouta Foto: Mouneb Taim - Agencia Anadolu

Víctor De Currea-Lugo | 27 de febrero de 2018

En medio de la delicada situación, la semana pasada más de 500 civiles murieron por los bombardeos del régimen en la región de Ghouta Oriental. Este es un repaso al fracaso de las normas humanitarias en Siria.

El complejo conflicto sirio, lleno de agendas cruzadas y de actores armados que se unen un día y se enfrentan al siguiente, fue reducido por el presidente de Siria, Bashar Al-Asad, a dos bandos. Ante los medios de comunicación y muy en el estilo de la “guerra contra el terror”, la guerra de Siria tenía por un lado al “terrorismo islamista” (representado en el Estado Islámico, Al-Qaeda y el Frente Al-Nusra) y, por otro lado, a la sociedad siria, en cabeza de su presidente.

Cualquier otra propuesta era, de manera forzada, incluida en estos dos bandos. No podía haber terceras vías políticas ni militares. Si acaso, se aceptaban matices sobre los kurdos, en el norte, que seguían en todo caso siendo encasillados. Y ese discurso lo copió (por diferentes razones) desde Estados Unidos hasta Rusia, pasando por Irán y por la mayoría de la izquierda mundial.

En ese marco desaparecieron los esfuerzos de los civiles, algunos todavía levantando banderas pacifistas, como los Comités Locales de Coordinación; las acciones militares de las antes esperanzadoras pero ahora muy golpeadas fuerzas del Ejército Libre Sirio; las propuestas desde el exilio organizadas en el Consejo Nacional Sirio. Pero donde hubo fuego, cenizas quedan.

Hoy, el Estado Islámico ha sido barrido de buena parte del territorio sirio: perdió el control de Raqqa (ciudad que hacía las veces de su capital), fue expulsado de muchas zonas petroleras que alimentaban su economía y su relación con la población local suní, pasó de una temerosa bienvenida (en el mejor de los casos) a un rechazo creciente por su autoritarismo.

Entonces, Bashar Al-Assad dio por sentado el fin del Estado Islámico (por lo menos en la versión que incluía un amplio control territorial); le dijo al mundo “the war is over”; empezó a presentar (por ejemplo en España) a Siria como destino turístico; pero la guerra, tercamente, sigue.

Los últimos bombardeos han sido ejecutados por aviones de guerra y helicópteros de la Fuerza Aérea siria y han contado, asimismo, con el apoyo de aeronaves rusas. También hay reportes de organizaciones humanitarias que aseguran que los ataques han afectado a por lo menos seis hospitales. Recordemos que los rebeldes que sobreviven no tienen capacidad aérea.
El argumento del régimen es que esa zona “no está incluida en el acuerdo de cese al fuego” (aprobado recientemente por la ONU), como si matar civiles fuera negociable. Y este es el peor de los escenarios: ya no se trata de discutir si las políticas del régimen sirio son neoliberales como en 2011, si la violación de derechos humanos es sistemática como en 2012, si se usaron armas químicas como en 2013, si toda la oposición era de Al-Qaeda como en 2014, si las propuestas de diálogo eran viables como en 2015, si Siria sería el germen de una guerra mundial como en 2016, si los golpes mortales al Estado Islámico serían el fin de la guerra como en 2017. No. Ahora se discute si matar civiles es permitido porque hay (o no) una tregua, si la población bajo control rebelde puede ser masacrada, si la “guerra contra el terror” lo justifica todo.
Siria ha retrocedido de estar en la primera página de los noticieros a la última, de discutir la apertura democrática a negar un genocidio. Pero Siria no es, en eso, diferente al resto de lo que ya hemos visto en Somalia, en Chechenia, en Palestina, o en otros escenarios de conflicto. La gran víctima de la “guerra contra el terror” fue ese mínimo consenso sobre los civiles y su naturaleza jurídica y ética. Por eso en Siria la humanidad perdió.