Víctor de Currea-Lugo | 25 Dic 2014
Llegamos al aeropuerto de Hat Yai, en el que explotó una bomba en 2005 dejando 2 muertos y casi 50 heridos. El clima es cálido y muy húmedo. En la entrada a la ciudad se ven algunos controles militares. Camino al centro vemos la Mezquita Krue Se, revestida en oro hasta 1785, año en que fue desmantelada por las tropas del antiguo Reino de Siam (hoy Tailandia). En 1909 Siam tomó control de estas tierras, luego de un reparto del reino de Patani entre Tailandia y Reino Unido, que en ese entonces controlaba Malasia. En febrero de 2004 la mezquita fue atacada nuevamente por el ejército y alrededor de 22 personas murieron en su interior, como parte de una oleada de ataques.
Patani actual comprende tres provincias con 2 millones de habitantes (Patani, Yala y Narathiwat), de los cuales el 80% son musulmanes y culturalmente malayos, lo que hace a la región diferente del resto de Tailandia. A diferencia de Bangkok, la vestimenta musulmana es generalizada.
Hay tantas explicaciones del conflicto como actores involucrados, pero la que más pesa es la reivindicación de la identidad pataní. Esto afecta seriamente las relaciones entre el gobierno central y unas provincias del sur políticamente marginadas. Aunque estas tres provincias están entre las más pobres del país, lo económico es descartado por muchos como causa del conflicto.
El deseo de homogeneizar el país (como dicta la falacia del Estado nación) hizo que repetidos gobiernos trataran de hacer más “tailandés” el sur, especialmente desde los años 50, en los que hubo una promesa incumplida de autonomía a Patani. Esto, más la resistencia a la aculturación, llevaron a la creación de grupos armados en los años 60 y 70, que enfrentaron al gobierno central.
Durante años la lengua local estuvo perseguida, pero “ahora es posible hablar malayo porque es útil a la futura integración económica regional de Tailandia, pues se habla también en Filipinas, Brunei, Indonesia, Singapur y Malasia”, me dice el líder de una organización de la sociedad civil.
Diez años de guerra
En 2004 volvió a estallar el conflicto con el ataque a más de 10 puestos de militares en Patani, en los que los rebeldes “robaron las armas de los militares y policías”, me explican. Esos ataques fueron seguidos de medidas represivas del Estado y la creación de grupos de autodefensa, formados por civiles y armados por el ejército.
La principal fuerza rebelde es el Frente Revolucionario Nacional (Barisan Revolusi Nasional, BRN), fundado en 1963, con una mezcla entre nacionalismo, socialismo e islamismo (“Na-So-Is”, me explica uno de sus simpatizantes).
Un incidente emblemático sucedió en la ciudad de Tak Bai, “allí muchos manifestantes fueron detenidos, transportados en camiones, apilados y 85 de ellos murieron sofocados”. Otra táctica oficial fue la “zonificación de Patani, calificando ciertas zonas de rojas, amarillas o verdes, según la influencia de los rebeldes y el acceso del ejército” me explica un líder estudiantil.
Según fuentes oficiales, habría un total de 3.000 combatientes distribuidos en 500 células. Pero según fuentes locales, es imposible saber cuántos son: un joven me decía que el ejército “pelea contra fantasmas”, pues la estructura urbana de células las hace indistinguibles del resto de la población. Su poder no radica en su capacidad militar, sino en su influencia política. En repetidas ocasiones, voceros estatales han tratado de reducir el conflicto a un problema de contrabando o tráfico de drogas, negando las tensiones identitarias.
Según el profesor Srisompob Jitpiromsri, de la Universidad Príncipe de Songkla, el conflicto ha tenido entre 80 y hasta 300 incidentes violentos por mes, dejando hasta ahora más de 6.000 muertos y de 10.000 heridos, en una población de 2 millones de habitantes.
La guerra en las escuelas
Una de las estrategias de aculturación ha sido la educación, por eso las escuelas oficiales son rechazadas por los separatistas y las escuelas locales, de influencia musulmana, atacadas por el gobierno. Bangkok trató de imponer que en cada escuela oficial hubiera símbolos budistas, lo que fue rechazado por la población local, de mayoría musulmana, me explica uno de los antiguos profesores.
Pero no es un conflicto religioso: los rebeldes levantan banderas nacionalistas y están muy lejos del ejemplo de Al-Qaeda y de grupos similares. El Estado, por su parte, tampoco quiere leer el conflicto en clave religiosa, en parte por las repercusiones internacionales con el mundo musulmán, pero sí utiliza la lógica de la guerra contra el terror en la que todo adversario político es potencialmente terrorista.
En las afueras de Patani visitamos una escuela clausurada por orden del ejército en 2005, en zona roja. Allí vemos los salones abandonados y las pequeñas cabañas que eran los dormitorios de los estudiantes. Nos recibe una familia que permanece en esa zona; uno de sus miembros fue asesinado por el ejército mientras rezaba dentro de la casa. Ya en el casco urbano, observamos tanques de guerra cerca de las escuelas, extraña forma de protegerlas. Los cierres de escuelas, paradójicamente, han servido de impulso para la causa rebelde.
La movilización social
Hablamos con Tuwaedaniya Tuwaemaengae, un líder estudiantil de los que han logrado movilizar miles de personas desde 2007 a favor de la paz. Uno de los logros ha sido que se conozca la agenda del conflicto, más allá de los actos violentos.
Pero, me dice, la sociedad civil está dividida: un sector, más cercano al gobierno, habla de descentralización como meta principal del proceso, mientras otro sector más popular y apoyado por los estudiantes habla de derecho a la autodeterminación. En esa tensión entre federalismo, autonomía y separatismo se mueve el debate político. Para los que piden independencia, un proceso de paz donde prime la posición a favor de una simple descentralización no reflejaría la opinión de las comunidades.
La protesta social ha sido perseguida y varios de sus líderes encarcelados. Es el caso de Anwar Ismail, de 30 años, un líder estudiantil hoy condenado a 12 años de cárcel “por terrorismo y separatismo”, me explica su esposa, Romlah Saeyeh. Anwar fue declarado inocente por un tribunal en segunda instancia por falta de pruebas, pero la Corte Suprema revisó su caso y lo condenó en pocos días. Romlah me explica que esa medida buscaba intimidar al movimiento estudiantil y hasta ella ha sido acusada de “ser terrorista y de querer internacionalizar el conflicto”. Romlah encabeza la campaña “Free Anwar”, que busca además llamar la atención sobre la situación en Patani.
Como el sistema judicial tailandés no le dio garantías, ella logró ventilar el caso en Naciones Unidas, lo que molestó al gobierno. Paradójicamente, el sistema judicial no se mueve frente a las violaciones de derechos humanos. “En 10 años de conflicto, ni un solo militar ha sido procesado”, me explica otro activista.
Caminando hacia la paz
Desde el mismo reinicio del conflicto armado (en 2004) ha habido intentos para lograr una solución pacífica, pero sólo en 2013 se estableció una mesa formal de negociación con uno de los grupos: el BRN.
La presión del gobierno de Malasia sobre una parte del BRN forzó las negociaciones. Del lado estatal, el crecimiento de las zonas rojas y la pérdida de legitimidad incentivaron el diálogo; el gobierno prefiere este calificativo en vez de hablar de negociación.
El BRN insiste en que se reconozca su liderazgo como organización política de liberación y no como terrorista, además de la liberación de los detenidos por el conflicto. Pero con el golpe militar de mayo de 2014 el proceso quedó prácticamente estancado. En diciembre de 2014 el ejército se pronunció de nuevo a favor de la paz, pero aclarando que incluso el tema de descentralización estaría fuera de la agenda, así como el tema político.
Durante este tiempo ha habido treguas unilaterales, zonas “de paz”, mediación internacional (especialmente de Malasia), contactos internos e internacionales, promesas de mayor inclusión y desarrollo para el sur, divisiones en las filas rebeldes y hasta una tregua bilateral en el mes de Ramadán en 2013, con el propósito de aumentar la confianza entre las partes.
El profesor universitario Jitpiromsri sostiene que un proceso de paz exitoso tomará por los menos cinco años, mientras un antiguo profesor de escuela me dice que “todo depende del gobierno: si ellos quieren paz habrá paz; si no, pues queda abierto el camino de la violencia”.
Publicado originalmente en El Espectador: https://www.elespectador.com/noticias/elmundo/guerra-del-reino-de-patani-articulo-534986