califato radicalismo terrorista

Víctor de Currea Lugo | 12 de marzo de 2012

Las guerras a veces empiezan por un hecho fortuito que evidencia una cadena de frustraciones e injusticias.

La revuelta independentista colombiana de 1810 tuvo como pretexto un florero. El asesinato del archiduque Fernando fue también excusa para desatar la Primera Guerra Mundial. En Palestina, la Segunda Intifada empezó cuando Sharon caminó por la Explanada de las Mezquitas, aunque la causa real fuese el fracaso del proceso de paz de Oslo. Ahora, la quema de copias del Corán en la mayor base militar de Estados Unidos en Afganistán es causa de protestas, y éstas son la excusa de la respuesta de un soldado estadounidense: el asesinato de varios civiles.

Ya se habían reportado ofensas al Corán tanto en Afganistán como en la cárcel de Guantánamo, sitio donde llevan años recluidos algunos afganos sin que haya solución a su drama, a pesar de las promesas de Obama de cerrar esta prisión durante su primer año de gobierno.

Reducir el Corán a unas “hojas impresas” es tan irrespetuoso como reducir el Muro de las Lamentaciones a unas piedras, o la Santa Cruz a un leño más. Puede que no compartamos su simbología, pero de ahí al insulto hay una gran diferencia. El Corán es razón para las protestas, pero la situación también es una oportunidad para protestar por otras cosas, como la actitud de Estados Unidos y las consecuencias de la guerra.

La sensibilidad política de Estados Unidos en Afganistán es nula: bombardeos a civiles, cadáveres orinados por soldados estadounidenses, copias del Corán quemadas, y ahora el asesinato de 17 civiles en Kandahar. En los primeros años de guerra atacaron mezquitas y torturaron civiles, ahora tratan de limpiarse la cara bajo la estrategia de “ganar corazones y mentes”, una especie de “plan de consolidación” ya fallido.

La guerra ha agravado la desgracia afgana: sólo el 0,2% de la tierra tenía cultivos permanentes en 2007; la esperanza de vida al nacer es 44 años; 75% de la población es analfabeta; en 2005 había un millón de viudas y 1,5 millones de huérfanos; 70% de la población vive con menos de dos dólares al día; en 2005 había un millón de drogadictos; en 2006 el opio representaba el 53% del PIB, y así un largo etcétera de infortunios.

Los talibanes controlan más de un tercio del país y en algunas zonas han vuelto tristemente a convertirse en opción frente a la corrupción del gobierno de Karzai y la violencia de Estados Unidos y sus aliados. Entre la sharia (ley islámica) y la muerte, muchos prefieren lo primero. El crecimiento de los talibanes se debe más a los crímenes de los ocupantes y al fallido Estado afgano que a méritos propios, pues las voces de venganza alimentan las acciones contra el ocupante. La formación de 200.000 policías y militares trata en vano de responder a los problemas de seguridad, pero no responde a la pobreza y la corrupción.

Los diálogos de paz serían un camino, pero la arrogancia de Estados Unidos no deja avanzar hacia algún tipo de reconciliación. Mientras tanto, el odio aumenta y arden de nuevo banderas estadounidenses. Los ataques a las bases norteamericanas no son simplemente “terrorismo”, sino también producto de una situación que los mismos ocupantes alimentaron. A la muerte de civiles se responde con disculpas forzadas y excusas médicas. Ahora empiezan su repliegue, dejando los problemas a los locales. La “afganización” del país es una estrategia tan simple como injusta: que el país destruido se encargue de su propia reconstrucción.

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