Sri Lanka, la lágrima de India está de luto

Víctor de Currea-Lugo | 24 de abril de 2019

En el mapamundi, Sri Lanka se ve debajo de India, como una pequeña lágrima. El domingo de resurrección, este pequeño país, con más de 20 millones de habitantes, se convirtió en una gran lágrima por una serie de explosiones que dejaron más de 200 muertos y de 450 heridos. Pero su historia de guerra lleva décadas.

Hasta 1948, el colonialismo inglés estuvo allí y para sus plantaciones de té, importó literalmente miles y miles de trabajadores de la etnia tamil, desde el sur de India hasta las tierras de Sri Lanka. Allí la población era (y sigue siendo) mayoritariamente cingalesa. Esto generó una tensión que, con diferencias, nos recuerda a Ruanda: una minoría consentida (en ese caso los tutsi) que terminan por perder poder con el retiro del colonizador y quedan expuestos a una revancha por parte del grupo mayoritario.

Los cingaleses en el poder generaron una serie de políticas y prácticas discriminatorias, que fueron respondidas con la formación de grupos políticos, asentados fundamentalmente en el norte del país. Del afán federalista los tamil pasaron a un discurso independentista y a la lucha armada, mediante una guerrilla que hemos oído mencionar como los Tigres Tamil. Esa guerra duró entre 1983 y 2009.

A esto debemos agregar que la mayoría de tamil son hinduistas y la mayoría de cingaleses son budistas, lo que brindó un componente religioso. De hecho, los budistas crearon grupos paramilitares, según me contaban en Colombo algunas víctimas, en 2014. Además, hay dos minorías: los musulmanes y los cristianos. Ni los tamil ni los cingaleses fueron particularmente respetuosos con los musulmanes, que durante la guerra sufrieron desplazamientos. Y en 2018 hubo una serie de ataques por parte de los budistas contra comunidades musulmanas.

En 2002 se intentó un proceso de paz, con el apoyo de Noruega, que fracasó. Pero el camino de la guerra total dio sus frutos. La paz fue presentada, según me decía un periodista local, como la entrega del país a las guerrillas y una traición. El gobierno central se impuso militarmente, dejando 250.000 desplazados y más de 20.000 muertos en dos meses. La “pax romana” había triunfado sobre las negociaciones.

En ese momento, se hizo caso omiso a los llamados a atender las causas del conflicto: la falta de reconciliación nacional, las tensiones entre minorías étnicas, la ausencia de una ciudadanía igual para todos, y los brotes de violencia interreligiosa no atendidos por parte del Estado.

Diez años después, de clientelismo y de corrupción, la agenda pendiente de la guerra mal acabada en 2009, está pasando factura. El triunfo militar no es necesariamente garantía de que siga un proceso de construcción de paz social, ni allí se vio ni tampoco en Perú cuando fue derrotado Sendero Luminoso. La propuesta de crear un Estado plurinacional, hasta ahora, ha sido un fracaso. Como en el caso de Birmania, la violencia contra los musulmanes ha sido subvalorada, aumentando las tensiones interreligiosas.

El ataque a iglesias y hoteles de lujo, hace pensar en un mensaje anti-occidental, más que en violencia interétnica. No es clara todavía la autoría, aunque muchos apuntan a un grupo radical islamista local; el Estado Islámico se ha revindicado el hecho, pero ese comportamiento oportunista era esperable. Los líderes de la minoría musulmana han condenado el hecho. Pero hay varios ejemplos donde luchas nacionalistas, con un fuerte elemento religioso, han girado hacia el radicalismo islamista, como son los casos de Chechenia, Filipinas y Siria.

Mientras no se tome la paz en serio, más allá de la ausencia de guerra y mientras no se gestionen pacíficamente las tensiones interreligiosas e interétnicas, la respuesta puramente policial será un fracaso.

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