Víctor de Currea-Lugo | 1 de enero de 2018
La celebración de Año Nuevo implica un cúmulo de buenos deseos y la esperanza de dejar el pasado en el pasado, pero este no perdona. Y más allá de las buenas intenciones, una vez pasa el momento de las campanadas y las uvas, la realidad como un cobrador implacable regresa. Las guerras poco saben de fiestas y se prolongan de año en año, los buenos deseos no son suficientes y el mapa mundial de angustias sigue ahí, esperándonos.
En 2017, el Estado Islámico tuvo un serio retroceso en Siria e Irak, pero el radicalismo islamista creció en Egipto y Filipinas, para mencionar solo dos escenarios. En Yemen, la guerra fría entre Arabia Saudita e Irán tuvo un nuevo capítulo, después de que se han peleado (mediante terceros) en Siria e Irak. En Birmania, los rohingya sufrieron violencia y persecución, empujando a que algunos optaran por la lucha armada. En Afganistán, aumentó el número de víctimas mortales, en comparación con 2016.
Pero lo que acaparó parte de la atención durante este año fueron las amenazas de conflicto: Venezuela, Mozambique, Estados Unidos y Corea del Norte, Líbano, Turquía, Qatar y el resto de monarquías del Golfo Pérsico; a lo que se sumó la expectativa por el inicio del gobierno de Donald Trump quien terminó provocando al mundo con su decisión ilegal sobre Jerusalén.
2018 no será, tristemente, diferente. Las consecuencias de las guerras se centran en dos dramas: los civiles que se quedan y los que migran. El caso más preocupante, de los que se quedan atrapados en medio de las hostilidades, es Yemen, donde el control de Arabia Saudita sobre la frontera terrestre, los puertos y las rutas aéreas ha impedido el ingreso de la ayuda humanitaria, disparándose el riesgo de una gran hambruna.
El drama de los que se marchan tiene una geografía determinante: el mar mediterráneo, donde cientos de refugiados e inmigrantes económicos, mueren ahogados, tratando de buscar un futuro mejor. Por otras rutas, el drama sirio invade las calles y campos de sus vecinos: Jordania, Líbano y Turquía.
Las causas de los conflictos también se repetirán en 2018: siendo, entre otras, la exclusión, el autoritarismo, los nacionalismos y la islamofobia. La exclusión de minorías, por ejemplo, es la causa y buena parte de la agenda de conflictos en Turquía, donde los kurdos siguen siendo ciudadanos de segunda, como les pasa en Irak y en Siria, a pesar que en estos dos últimos países contribuyeron a la derrota del Estado Islámico.
El nacionalismo turco, el de los ucranianos de habla rusa y el del centralismo birmano, son tres ejemplos de cómo el culto a la entelequia del Estado-Nación ha producido muertes. Estos nacionalismos van de la mano, en los casos mencionados, con el apoyo de gobiernos autoritarios, como lo es el de Erdogan en Turquía, el de Putin en Rusia y el del nuevo régimen birmano.
Y la islamofobia, fruto del miedo y de la ignorancia, se alimenta con la discriminación en muchos lados: desde barrios en los alrededores de Paris hasta migrantes que llegan a Estados Unidos, pasando por refugiados que tratan de lograr un sitio en Europa. Digo que la islamofobia es fruto de la ignorancia porque ya es un lugar común en que las sociedades occidentales construyen un Islam del tamaño de sus prejuicios, sin si quiera darse a la tarea de estudiarlo. Y del miedo, porque se ha hecho una peligrosa ecuación en la que se iguala a árabes con musulmanes y a ambos con terroristas.
En 2018, el mundo mirará de nuevo la amenaza nuclear que tendrá por lo menos tres escenarios: las crecientes tensiones entre Estados Unidos y Corea del Norte, la carrera armamentística de Arabia Saudita, y los deseos de Estados Unidos de romper el tratado nuclear firmado con Irán, siguiendo, como en el caso de Jerusalén, las orientaciones de Tel Aviv (capital de Israel). Curiosamente, no será un debate la tenencia de armas nucleares por parte de Israel, país que no permite ninguna supervisión internacional al respecto, ni hace parte del Tratado de No Proliferación Nuclear.
Hay guerras que no tendrán muchos cambios como la ocupación de Palestina, a no ser que sea para peor: el estallido y consolidación de una tercera Intifada es una posibilidad. En el caso de los kurdos tampoco hay mucho optimismo: en Turquía se rompió el remedo de proceso de paz de años recientes; en Irak ganaron el plebiscito independentista pero perdieron espacio político ante el avance del Ejército iraquí, y en Siria los kurdos son uno de los pocos actores opositores al gobierno de Bashar Al-Assad, aunque esa posición privilegiada se definiría en 2018. Quedan estancadas, en una dinámica similar, las guerras de: Somalia, Nigeria,Tailandia, República Democrática del Congo y Sudán del Sur.
La posibilidad de avanzar en los procesos de paz sería proporcional a la disminución de la exclusión, los nacionalismos, la islamofobia, la reforma de la ONU y la renuncia a la noción de “guerra contra el terror” que oculta las reales agendas de los conflictos armados. Pero con Donald Trump a la cabeza del mundo y una Europa desunida y asustada ante la inmigración (que además necesita mano de obra) no hay mucho lugar para la esperanza.