Los viejos modernos, esos clásicos que soñaron un mundo donde la ciencia y la razón tuvieran un espacio, sí que dieron luces (muchas y muy claras) sobre la salud como derecho, sobre los deberes del Estado y sobre las implicaciones de estas dos premisas con un mundo más justo.
La idea de derecho a la salud y su correlación como deber estatal aparece en muchos textos de la Ilustración: para Montesquieu, en El espíritu de las Leyes, éstas podían evitar la propagación de las enfermedades y en tal deber debería obrar el legislador: “Las cruzadas nos habían traído la lepra, pero los prudentes reglamentos que se hicieron impidieron su propagación a la masa del pueblo (…) puesto que corresponde a la sabiduría de los legisladores velar por la salud de los ciudadanos, hubiera sido muy sensato contener esta propagación por (medio de) las leyes” pues “el Estado debe a todos los ciudadanos una subsistencia segura, el alimento, un vestido decoroso y un género de vida que no sea contrario a la salud”.
Para Moro, en su isla Utopía queda claro que: “la primera preocupación y cuidados son para los enfermos que son atendidos en hospitales públicos (…) En ellos, por grande que sea el número de enfermos, nunca hay aglomeraciones, ni incomodidad en el alojamiento (…) Estos hospitales están perfectamente concebidos, y abundantemente dotados de todo el instrumental y medicamentos para el restablecimiento de la salud”. La autonomía del paciente y el derecho a rechazar tratamientos ya aparece ahí anunciado porque “a nadie se le obliga a ir al hospital contra su voluntad”.
En Utopía, la isla de Moro es claro el saneamiento ambiental y una concepción de eutanasia pasiva y del conocimiento informado.
En Utopía también es claro el saneamiento ambiental y una concepción de eutanasia pasiva y del conocimiento informado, pues aunque “no escatiman en nada, trátese de medicinas o de alimentos” cuando el mal es incurable, se le hace saber esto al paciente, algunos de los cuales se dejan morir o a petición propia reciben alguna medicina “muriendo sin darse cuenta de ello, pero no eliminan a nadie contra su voluntad, ni por ello le privan de los cuidados que le venían dispensando”. En la isla en mención la salud es proclamada como “el placer fundamental”.
Voltaire, en Cartas filosóficas y otros escritos, ante las epidemias de viruela, reivindica como un bien social las vacunas (aún sin conocer los mecanismos biológicos de los virus), propone exponer a los niños desde muy pequeños a pústulas provenientes de pacientes adultos con “viruela benigna”, al notar que los niños enfermaban sin la gravedad que sí tenían los adultos. Tal práctica la defiende como un medio racional de protección y como “un deber de la nación y del gobierno” para con todas las personas.
El ser humano que proyectó la Ilustración era, por supuesto, una persona sana, una persona dentro de la cual la enfermedad no tenía sitio y si ésta apareciese debería ser combatida dentro de una noción de racionalidad, alejada del pensamiento mágico, y que incluye como correlato ciertos deberes estatales.
Es clara, pues, la preocupación propia del Renacimiento y de la Ilustración por reconocer la calidad de persona igual, libre y dotada de razón a cada uno, incluso a aquel anónimo de la historia y del poder. Para John Locke, todas las personas son iguales y libres, y dotadas de razón. Y esa idea original de igualdad no era contraria a otra idea que iba de la mano, la de la libertad (aunque soy consciente que los críticos recordarán que Locke era esclavista).
En el derecho moderno, la ubicación de la salud en el ámbito de los llamados derechos sociales la encuadra dentro de aquellos derechos de “aplicación progresiva” según los recursos disponibles, de acuerdo con los principios de Limburgo. Pero hay que tener claridad de que tales principios deben ser entendidos como metas a lograr y no como pretextos para aplazar realizaciones.
Hay casos, sin embargo, en que la salud se alejaría de (o por lo menos confrontaría) la noción de aplicación progresiva: en los casos de urgencias médicas, en los casos en que la vulneración guarda relación con condiciones directas y fundamentales para la dignidad humana.
Un obstáculo estaría en la pretendida suficiente exigibilidad y/o garantía del derecho a la salud desde el ámbito de la economía o de la política. El estudio de la prestación de servicios de salud es posible teniendo como eje lo financiero (el debate de los recursos), la política pública (el diseño, las negociaciones, los grupos de poder), o la administración neoliberal (la búsqueda de la eficacia), pero aquí, como los modernos, insistimos en las normas y en el Estado social antes que en los recursos, la administración o el diseño de políticas públicas porque consideramos que el derecho a la salud, en cuanto derecho, sólo puede ser respondido correctamente desde la lógica jurídica de lo que es mandatorio. El derecho es una vía, no ajena a debates de recursos o de procesos gerenciales, pero no es una vía más, sino es la única vía para hablar de política (pública) dentro del Estado de derecho.
Aceptar el derecho implica reconocer su exgibilidad ante aquellos en quien el Estado delegó la materialización de la norma. Por tanto, es legítimo reclamar a los trabajadores de la salud, a la empresa privada que presta servicios públicos, y al Estado. El sesgo aquí es que en un modelo lineal pareciera que la exigibilidad social se dirige al Estado y la individual al médico, sin que pudiera haber una exigencia de la persona usuaria de servicios al Estado.
Partimos de aceptar, implícitamente, que la salud es un derecho humano y hemos aceptado que los derechos humanos se le exigen al Estado. Entendemos que algunas acciones para garantizar la salud pueden darse en el marco de la solidaridad entre seres iguales y libres, pero ese no es el terreno de la salud como derecho, pues diferenciamos la esfera de la solidaridad de la esfera de los deberes del Estado, aunque algunas veces ambas confluyan en el objetivo.
La salud está, de manera explícita e indiscutible en el ámbito del derecho internacional de los derechos humanos, con un lugar específico propio y un reconocimiento jurídico suficiente para poder decir que no es una falacia hablar del derecho a la salud.
Es cierto que los primeros documentos sobre derechos humanos no incluyen a la salud como tal, pero no por deliberada exclusión sino acorde con el poco desarrollo científico de tales épocas, pues no se podría pedir o proteger algo que, para ese momento, era inexigible. ¿Podría exigirse el tratamiento de infecciones mediante antibióticos en la época en que no había antibióticos? No, pero hoy, hay razones, ciencia, antibióticos, Estados, pactos internacionales, pero también farmacéuticas, EPS y paseos de la muerte.