Víctor de Currea-Lugo | 13 de septiembre de 2021
De camino hacia los Estados Unidos, tratando de entrar a Centroamérica, miles de migrantes se agolpan en un pequeño pueblo del noroccidente colombiano llamado Necoclí, cerca de la frontera con Panamá.
Vienen de Brasil, Venezuela, Cuba, Congo, Senegal y Nueva Guinea. Incluso algunos hablan de migrantes asiáticos, dejados allí a la mano de destino por las mafias que trafican con personas. La mayoría son haitianos que han dado la vuelta por Brasil. Esperan allí durante semanas hasta conseguir un puesto en una embarcación para cruzar el golfo de Urabá. Necoclí tiene 35.000 habitantes en el casco urbano y, en estos días, 15.000 migrantes.
La espera es larga, pero de los migrantes con los que hablé ninguno se plantea el retorno. Ya han invertido mucho para llegar hasta aquí, pero igualmente los pocos recursos no les dan para devolverse. Lo que más se oye es creole, francés y algo de portugués.
Si bien es cierto Necoclí, por ser ciudad turística, no era ajena de los extranjeros, ahora los ve en masa. Hay muchas carpas en las playas. Un letrero que reza “prohibido acampar en la playa” está convertido en un tendedero de ropa. No hay baños para ellos. Uno de ellos me dice que el baño “es el mar”. Las lanchas atracadas se convierten en más tendederos de ropa y en la poca playa libre se instalan improvisadas cocinas.
Es usual ver dólares, pero ahora hay en mucha más cantidad. En medio de la crisis de la pandemia, la llegada de migrantes con recursos es una fuente de ingresos. Algunos lugareños se acercan para ofrecer habitaciones. Los precios que pude escuchar eran escandalosos para pagar por una colchoneta en el suelo.
Esa población es un mercado para los habitantes locales que alquilan cuartos y les venden productos de todo tipo: desde botas de caucho, hasta tiendas de campaña, pasando por un aceite que, según su vendedor, aleja a las culebras a un metro de distancia. También hay ventas de machetes, grandes botellas de agua, impermeables, lámparas, porta-documentos, ollas, colchonetas, ropa y comida. Otro migrante me advierte que si se les acaba el dinero pues empezarán a vivir en la calle. Dudo mucho que esos migrantes fueran igual de bienvenidos si no trajeran dólares.
En la única empresa de transporte, se amontonan las personas. Me dicen que solo venden los jueves. Algunos han pasado la noche al lado de la cerca y, por supuesto, entran en cólera cuando alguien se mete a la fila. Para evitarlo, se juntan hasta quedar pegados como si la Covid no existiera. Claro, sus prioridades son otras para pensar en el virus.
Los que saben que no tienen oportunidad en la fila esperan amontonados. La policía busca garantizar cierto orden. A veces se oyen gritos cruzados en diferentes idiomas. Son tan extrañas las caras alegres que en cuanto hay una se nota entre el mar de frustración.
Guardar cupos en la fila, colar personas y poner por delante el pasaporte es parte del negocio. Me cuentan que hace unos días unas mujeres embarazadas fueron priorizadas para comprar el pasaje, pero luego llegaron muchas más, con lo cual ese criterio perdió su validez.
En la misma zona está el puerto desde donde zarpan las embarcaciones. Los que se suben parece que rejuvenecieran un poco. Algunos viajan con niños. Uno de los trabajadores de la embarcación me cuenta que el más joven que han transportado era de solo 4 meses. Y la historia más dolorosa era la del paso de un niño discapacitado, de unos 7 años, en brazos de sus familiares.
Luego del control de documentos, se ponen el chaleco flotador que es como la concreción de la certeza de viajar. Cargan tan poco como puedan y tanto como quieran, ese balance es su maleta. Al salir, uno de ellos me dijo: “mi foto en la prensa no me sirve, yo quiero es que escuchen mi voz”. Y me preguntó: “¿ustedes tienen corazón como nosotros?”.
Una vez hayan cruzado el golfo de Urabá, se enfrentarán con un reto más grande: sobrevivir a por lo menos 50 kilómetros de selva del Tapón del Darién. Y solo después, las trabas para cruzar hasta llegar a México desde donde esperan saltar al sueño americano.