Víctor de Currea-Lugo | 16 de marzo de 2019
En julio de 2011, en Noruega, un racista de extrema derecha asesinó 77 personas. El terrorista se declaró admirador del “Tea Party” de los Estados Unidos, y explicó la masacre en un manifiesto en 1.500 páginas llamando a liberar a Europa del islam, usando para ello las redes sociales.
Ahora, otro terrorista y racista de extrema derecha, realizó una masacre con el mismo objetivo en una ciudad de Nueva Zelanda. El asesino dejó un manifiesto de 74 páginas, transmitió en vivo la masacre en internet y se declaró partidario de Donald Trump.
En el primer caso, el alcalde de Oslo cerró el debate diciendo “nuestra venganza es más democracia”. La alcaldesa de la ciudad de Nueva Zelanda dijo que, frente a un acto de odio se debe responder con amor y compasión.
No se debe mezclar estas dos masacres con otras que han sucedido en el mundo (como han hecho varios medios) sino que urge leerlas en su contexto. Esas son dos masacres que indican hacia dónde vamos. Las dos comparten muchos elementos: el odio a la migración, la islamofobia, el uso de la violencia por parte de jóvenes varones blancos, y la reivindicación de los ejemplos más de derecha de los Estados Unidos.
Como decía un político español, la migración no es un problema ni una solución, sino una realidad. Incluso rincones del mundo que no la conocían (como Colombia) la está ahora experimentando, junto con la xenofobia. La persecución al inmigrante no solo es una violación de derechos humanos sino una inutilidad, porque desde hace miles de años el ser humano no ha dejado de moverse.
La islamofobia es de más reciente auge, se alimenta y mucho, con la creación mediática de un musulmán terrorista, con la ignorancia generalizada sobre lo que realmente dice el Corán, con los discursos de supremacía judía y cristiana en el mundo occidental. Como dice Olivier Roy, ya no importa lo que el Corán dice sino lo que la gente cree que dice.
La violencia sigue siendo vista con doble rasero por buena parte de la sociedad: una violencia buena que es la del Estado o de los blancos, a la que casi siempre trata de hallársele una explicación; y una violencia mala, a la que casi siempre se reduce a un simplismo cultural o religioso.
Y llama la atención la identificación de los asesinos con las políticas más racistas y de derecha de los Estados Unidos, entre ellos Donald Trump. El problema es que esos ejemplos tampoco son aislados. Tenemos otros casos como Marine Le Pen de Francia, Geert Wilders de Holanda, Jair Bolsonaro de Brasil, Rodrigo Duterte de Filipinas. En Colombia tampoco faltan los ejemplos.
En el caso de Nueva Zelanda, hay otro ingrediente que comparte con Estados Unidos: la flexibilidad en el porte de armas, política que ha sido defendida en Colombia por representantes del partido Centro Democrático, en una actitud proclive a las autodefensas como noción, experiencia que ha dejado tantos muertos en la historia colombiana.
Llama la atención el cubrimiento mediático: limitado, limitante y desviado. Limitado porque no tuvo el cubrimiento de, por ejemplo, la masacre de Boston, donde tres personas murieron, pero fue en Estados Unidos. Limitante, porque se impone un discurso de que se trata de un ataque localizado, puntual, contra unas mezquitas y contra una comunidad musulmana en un país “lejos del mundo”, y no un crimen contra la humanidad. Y desviado, en la medida en que hace énfasis en el victimario más que en las víctimas.
Esas dos masacres no son una propuesta local, sino internacional de islamofobia y racismo. La islamofobia es un fin pero también un medio de ascenso del fascismo. La idea de crear miedo para después vender seguridad es muy extendida. Otra idea muy extendida en Occidente, es que la mayoría de los victimarios del terrorismo son musulmanes y la mayoría de víctimas son occidentales y estas dos masacres son novedosas.
Esto no es cierto. Luego del ataque a las Torres Gemelas hubo una persecución sistemática y sostenida a miles de musulmanes en Estados Unidos. En Europa, se han disparado en los últimos años los ataques contra musulmanes, alimentados y hasta justificados por partidos políticos de derecha. Y a nivel de Oriente Medio, la inmensa mayoría de víctimas han sido musulmanes, así como en Afganistán, Pakistán y Filipinas. Lo que pasa es que en el mundo hay víctimas de primera clase y víctimas de segunda.
Incluso, en el caso del Estado Islámico, la inmensa mayoría de víctimas también son musulmanas, mientras que entre los victimarios hay que incluir los ataques en suelo sirio, por ejemplo, de Estados Unidos, Francia e Israel.
El problema mayor, como si lo anterior fuera poco, es el ascenso del fascismo en el mundo: en las elecciones, en la cotidianidad, en la política y en los medios de comunicación. Pero peor aún: en la cultura política. El papel de la Edad Media de la inquisición ha sido remplazado, en esta época, por otros nombres. Destrozar a otros, ya sea a punta de fusil o de explosivo, es el reflejo maximizado del autoritarismo. Pero esa misma sed aparece en el paramilitar, en el calumniador, en la cacería de brujas, que tienen en las redes sociales, las mismas que potenciaron a los asesinos de Noruega y de Nueva Zelanda, un nuevo espacio de realización. El fascismo y al autoritarismo, con el ropaje que pueda, busca justificarse recurriendo incluso a los derechos humanos.
Fotografía: Reuters