Víctor de Currea-Lugo | 8 de febrero de 2024
Se llama Abdel Rahman Al-Hasani, pero bien podría llamarse Karim, Ibrahim, Abdullah o simplemente Mohamed. Me recibe tranquilo, con esa calma que cubre un dolor sin nombre. Su familia estaba en el campo de refugiados de Al-Shati, en Gaza, Palestina, pero pudo haber estado en otro campo, en Bureij o en Deir al-Balah, en el bombardeado Jabalia o en la martirizada Rafah. Y me habla, para que Palestina no muera.
Y la guerra le llegó a su familia como una tromba, como pudo haber llegado cualquier día de octubre o de diciembre, o como pudo llegar en los últimos setenta y cinco años, porque la fecha no es importante cuando todo se repite y se repite.
Y allí mismo, en Al-Shati, el 9 de octubre, una masacre de civiles sucedió. Tres días después, un bombardeo de Israel mató trece palestinos más. Los números cambian velozmente, las fechas de mezclan, y a los muertos el mundo los olvida.
Después, Israel mató veintiocho personas en Rafah, al final, el día preciso poco importa. Y en al-Shati, donde la familia de Abdel Rahman estaba reunida, fueron cuarenta muertos. Él me cuenta que había dos opciones: separarse con el riesgo de morir cada uno lejos del otro o quedarse juntos, rogando que nada pase o que, si pasa, les pase a todos al tiempo y que los dolientes sean menos.
Él vive desde hace cinco años en Beirut, pero nació en Gaza, y toda su familia estaba allá y eso es como tener un dolor permanente. La madre murió por el bloqueo, el padre es un pintor reconocido en el mundo y toda su familia, me dice, ama el arte y la literatura. Su hermana amaba pintar y otro hermano era fotógrafo.
La guerra no empezó hace pocas semanas, como algunos creen. Ni tampoco los bombardeos, el asesinato de civiles ni el silencio del mundo. Pero esa madrugada, no sé si fue en unos minutos que parecieron siglos o simplemente en un suspiro, la familia de Abdel se desgranó como una fruta.
Él describe la labor de su hermano como quien capturaba en sus fotos la belleza permanente de Gaza. Me dice: somos una familia muy unida, a pesar de la diversidad de nuestras ideas, lo que sí nos unía es el amor por Palestina; todos los viernes solíamos reunirnos para celebrar que todavía estábamos juntos.
Sin derecho a soñar en Palestina
Luego me dijo:
En mi familia todos estaban casados, tenían hijos a quien querer y quien los quisiera. Antes del 7 de octubre, hablábamos todos los días, y más aún en las fechas especiales, como en los cumpleaños. Yo extraño Gaza, nací en la costa, en un campo de refugiados, y me considero hijo del mar.
Desde niño conocí los bombardeos y las explosiones. De niño recuerdo que llegué de la escuela y encontré a mi hermano mayor herido, recuerdo la oscuridad tras los bombardeos y cómo nos sentábamos juntos para cenar y permanecer unidos.
Cuando nos sentábamos juntos éramos poderosos, podríamos hacer cualquier cosa, aunque fuera en la oscuridad o después de un ataque. Mi hermana, por ejemplo, era muy nerviosa, , pero me empujaba a mantener la moral en alto.
Todos los días hemos tenido detenidos, heridos, muertos. Fuimos perdiendo el sentido de la felicidad, pero no la capacidad de soñar. Mi madre, finalmente, no consiguió el permiso para ser tratada de sus enfermedades fuera de Gaza y murió. En esta situación es que viene el diluvio, el Diluvio de Al-Aqsa.
Gaza no es lo mismo que Cisjordania, aunque ambos sean Palestina. Gaza, a pesar de las dificultades, pudo desarrollar una capacidad militar. En cambio, en Cisjordania todos están bajo vigilancia. Resistir tiene otra complejidad: cualquier persona puede ser arrestada.
A pesar de eso, en Cisjordania hay brigadas de resistencia. El enemigo, además, es inteligente. Pero las dos intifadas nos enseñaron que Israel solo entiende al ser confrontado.
Ahora estoy en Beirut, atrapado, sin derecho a soñar. Después de la operación Diluvio de Al-Aqsa, todas las personas hacían una pregunta: “¿A dónde ir?, ¿dónde conseguir un sitio seguro?”; pero la segunda pregunta era más dolorosa, era si acaso el siguiente ataque sería en nuestra casa y así fue.
La idea de casa para nosotros es la casa de los abuelos. Por ejemplo, nuestros abuelos recibieron muchas ofertas para que vendieran su casa, y ellos siempre las rechazaron, así les ofrecieran todo el oro del mundo. La casa es la trinchera, el sitio de celebrar, donde ves crecer a los niños y envejecer a los grandes.
Uno se pregunta: ¿tiene sentido el arte en medio de la guerra? Yo creo que sí. Mi padre hizo arte sobre los mártires de la segunda intifada. Como no había forma de reproducir las fotos de ellos, él decidió pintarlos. Pintar en tiempos de guerra es también un mecanismo para documentar la realidad.
Perdón por mi largo silencio… estaba pensando en mi hermana, que era mi mejor amiga; ella y el resto de mi familia ahora son mártires. Mi día más difícil fue el de su muerte. Era una noche de Gaza a las dos de la madrugada cuando mi familia fue atacada. Tenían dos opciones: separarse y morir lejos uno del otro o morir juntos. Mi familia optó por lo segundo.
Eran quince, todos en un cuarto. Mi hermano Muhammad, su esposa y sus dos hijas, Batoul y Yara, mi hermana Rand, mi hermana Rawand, su esposo y sus hijos, Hammam, Ward y Aws, que estaban en sus brazos. Después, yo veía la luz del rostro de mi hermana en los rostros de todas las mujeres palestinas que fueron liberadas de la cárcel.
¿Por qué seguir en vida cuando Gaza está siendo destruida y tu familia ha sido borrada? Sigo por dos razones: porque en el islam hemos aprendido que las almas no mueren, que persisten.
Mis mártires, mi familia estaba en Gaza, ahora están conmigo, están más cerca y es algo que siento cada día. Y, segundo, hay que seguir porque resistir a la ocupación es también resistir las pérdidas. En la vida de los palestinos, la resistencia debe estar en cada detalle para que Palestina no muera.