La apertura de negociaciones gobierno-ELN revive el fantasma de la participación y las excusas para rechazarla o reducirla a una farsa. ¿Seremos capaces de construirla? Tanto el concepto como la forma que aparece enunciada en la agenda gobierno-ELN, implican una serie de consideraciones para la democracia formal que nos agobia.
Uno: confronta el régimen actual de democracia representativa pues, si los representantes hicieran su papel ¿qué sentido tendría buscar nuevos mecanismo de participación? Aunque el gobierno lo niegue, al aceptar la agenda, acepta la crisis de representatividad del modelo actual.
Dos: como he escuchado a lo largo y ancho del país, el Estado y sus instituciones no son consideradas legítimas; por eso, el afán del ELN de crear nuevos mecanismos de participación no busca relegitimar lo existente sino crear nuevas formas que a su vez gocen de su propia legitimidad.
Tres: confronta espacios hasta ahora existentes. Si los concejos municipales, las asambleas departamentales y el parlamento nacional fueran espacios deliberativos tanto de lo que pasa en el país como tribunas para los diferentes sectores sociales (de manera incluyente) ¿para qué crear espacios alternativos de participación?
Cuatro: la idea de participar, como la he percibido en muchas reuniones sobre el tema, está íntimamente relacionada con un deseo social de participar también en la toma de decisiones. Es decir, la participación es percibida como un nuevo espacio de poder y, por tanto, peligroso para el status quo.
Cinco: contrario a lo que algunos intentan, de meter pobres y ricos en la idea de sociedad civil (de pensar que la sociedad es un ente homogéneo y por tanto representable en sus empresarios), la posibilidad de un “diálogo nacional” implica abrir la caja de Pandora de los debates pendientes y las agendas no atendidas. Allí aflorarían contradicciones de clase, de género, de etnia, obligando al país a mirarse más allá de los medios de comunicación y de las vocerías de los gremios.
Seis: si la participación es en serio (y no un ritual vacío) el gobierno y el ELN están frente a un grave problema, respetar lo que emane de allí; esto significa que el posible fin del conflicto armado que el ELN reconoce al firmar la agenda, no es una oración hueca; así mismo el mito de que el modelo socioeconómico no se puede tocar, como pretende el gobierno, se desvanece.
Siete: una participación real, en los términos democráticos que promete la negociación, incluiría el debate y la solución frente a dos de los grandes enemigos que enfrenta el modelo democrático actual: la corrupción y el clientelismo (que también afecta a la sociedad organizada y a la izquierda). Estos dos fenómenos han convertida la cultura política en un festín de dineros y agendas privadas, deslegitimando los procesos electorales.
Ocho: la participación prometida no sería simplemente un mecanismo para obligar al ELN al fin del conflicto armado sino a empezar desde ya, en ese ejercicio de democracia, una real construcción de paz, lo que implica un proceso y no solo un acto puntual de participación.
Nueve: para ser consecuentes con la participación de la sociedad tanto el gobierno como la insurgencia deben garantizar que esa sociedad organizada, dispuesta a participar, sobreviva. Es decir, que el respeto a la población civil (aún en medio de la confrontación armada) no es negociable. Y aún más, que el fenómeno paramilitar es incompatible con la construcción de paz.
Diez: ¿por qué al gobierno le asusta la participación? Porque las expectativas de paz son muy altas y no es lo mismo irrespetar acuerdos locales que fallarle a un proceso de paz. Y el gobierno tiene temor, además, porque una de las características que piden desde el sector social históricamente excluido, es el carácter vinculante de su participación. En otras palabras, la sociedad no quiere ser invitada de piedra, ni muñeco de feria, al que se le escucha pero no se le tiene en cuenta.
Once: el mecanismo propuesto por el ELN incluye la participación de la sociedad en la implementación; pero no reducida a cargar ladrillos sino con capacidad de veedora, lo que implicaría, en un escenario decente, que no basta con enunciar, por ejemplo, “la construcción de vías terciarias”, sino que esta meta debe acompañarse de tiempos, porcentajes de cumplimiento y presupuestos que sean verificables (lo digo con ironía, verificables en el más bello estilo neoliberal que tanto gusta a los tecnócratas).
Hay muchísimas excusas para rechazar la participación o para reducirla a una farsa. Veré algunos académicos (y académicas para que no suene sexista) diciendo que tienen la fórmula de la participación según el modelo de alguna universidad extranjera de turno; veré otros diciendo que los pobres no tienen nada que decir porque no tienen doctorado en Administración Pública; y unos últimos argumentarán que necesitamos una paz exprés que no da tiempo para esas participaciones.
Este escenario ideal de participación se enfrenta con muchos obstáculos. El primero es que el ELN presupone una sociedad democrática plural e incluyente, para que lleve a cabo esta tarea; pero la realidad que tenemos es conocida por todos.
Tenemos una sociedad que cae fácilmente en la tentación de crear instituciones y/o de formular normas. Ese culto a la representación recuerda la famosa frase que dice: “cuando uno quiere hacer algo, hace algo; cuando no, crea un comité”. Y el culto a las normas desconoce que el país ya tiene reglas para casi todo y que el problema es su cumplimiento. La crisis de la Constitución de 1991 no se resuelve necesariamente con una nueva constitución sino volviendo a los orígenes que planteó el constituyente en ese momento.
El modelo propuesto por la agenda gobierno-ELN implica que la sociedad misma decida los mecanismos de participación (no la sociedad civil sino simplemente la sociedad); es cierto que el país tiene muchísimas experiencias de paz durante décadas, pero no es menos cierto que, hoy por hoy, no existe una propuesta específica para que la sociedad participe en el proceso gobierno-ELN.
Desde la izquierda hay cierta resistencia a entender el reto y, por tanto, a desideologizar el debate. Digámoslo metafóricamente: una cosa es la importancia de los nutrientes (lo ideológico), otra es la lista de mercado a comprar (lo político) y otra la receta para cocinar (lo procedimental). Y aunque todo tiene que ver con todo, no se puede reemplazar la receta con alguna de las otras dos nociones.
Pero tal vez el reto más grande es el poder real de la sociedad. No hablo de la Sociedad Agricultores de Colombia, ni de los gremios financieros; no hablo de ese fragmento de la sociedad que sale a marchar en contra de la paz; hablo de esa sociedad que se erige sobre sus sueños de un país mejor.
¿Qué tanto poder tiene para imponer una agenda? ¿Con qué músculo político cuenta? ¿Cuál es el grado de reconocimiento desde las instituciones? ¿Tiene la sociedad actual una cultura política para estar a la altura de los retos que impone la construcción de paz? ¿Puede la sociedad, por ejemplo, imponer una tregua multilateral?
La paradoja está en que si tuviéramos una sociedad ideal, esta ya hubiera creado una sociedad mejor. Mujica dijo que: “es difícil construir edificios socialistas con albañiles capitalistas”, pero ese es el escenario real que tenemos ¿Seremos capaces?
Publicado originalmente en Las 2 Orillas