Recordando a Francisco Rubio Llorente

Víctor de Currea-Lugo | 10 de agosto de 2020

Rubio, así le decía, me cobijó con su solidaridad. Dirigió mi tesis doctoral, hizo posible que el rey de España me hiciera nacional por Carta de Naturaleza, ayudó en mi evacuación médica desde Darfur hasta Madrid, me visitó en el hospital Gregorio Marañón, pagó la comida con la que los doctorandos suelen agradecer al jurado de la tesis doctoral su lectura y, tal vez lo que más le agradecí, me leía. De hecho, le dedico mi libro sobre Las revueltas árabes, diciendo: “A Francisco Rubio Llorente porque me lee”.

Creo que su solidaridad nació de mi impertinencia en sus clases. No sabía quién era y por eso lo desafié con esa sangre latina y ese desparpajo de los que no tenemos mucho que perder. Lo cierto es que Rubio me acompañó desde finales de 1999 hasta nuestra última conversación, dos días antes de su muerte, en enero de 2016. Recuerdo muchas comidas, visitas a su casa, charlas, llamadas telefónicas y discusiones políticas. Pero como no quiero ser inexacto, me guardo los recuerdos para mí y cito algunos trozos de sus mensajes que dejan ver su solidaridad para conmigo:

-“Como creo haberte dicho ya alguna vez, fue la idea de que es  la conciencia de nuestra mortalidad la que me apartó definitivamente del marxismo. Si nuestra esencia es nuestra existencia y la sabemos corta, el comunismo  es ontológicamente imposible. Por mucha que sea la abundancia de bienes, siempre sabremos que hay un bien escaso, nuestro tiempo de vida, y que la famosa alineación es insuperable. Lo que no sabía hasta ahora, es que al llegar a cierta edad, uno no piensa en los años que ha vivido, sino en la incertidumbre de los que quedan por vivir.

El paso sobre los 78 ha sido menos rápido de lo que debía, pero pasemos a otra cosa. No entro en lo del amor, que es tema que soporta mal la comunicación electrónica y sobre el que, por lo demás, no tengo mucho que decir. Lo de Darfur naturalmente me inquieta. Espero que los británicos sepan protegerte bien en ese lugar inhóspito y atroz. ¿No será que aun sin saberlo tienes vocación de mártir?

Un libro que he visto en vacaciones sostiene que la idea de Dios (o la nostalgia de Dios) tiene su sede en un determinado gen (63 L, o algo así) que se encuentra en las personas que se obstinan en encontrar un sentido a la vida. Quizás deberías analizar tu ADN. Ojalá podamos vernos en tu próxima visita a Madrid. Recuérdame que te dé ese libro de quienes fueron insensatos guerrilleros en la Venezuela de mi época”.

-“Estimado aventurero humanitario: Por aquí todo va igualmente bien, es decir, tan mal como siempre. Celebro tu recién adquirida serenidad. Ojalá dure.”

-Con motivo de la inminente muerte de mi madre y una decisión trascendental que debía tomar días antes, me aconsejó así: “No tengo duda de que cuando hay que escoger entre la justicia y la piedad, no estando de por medio intereses generales muy poderosos, hay que optar por la piedad”.

-Alguna vez, preocupado por mis búsquedas más externas que internas me citó esta frase: “Noli foras ire; in te ipso redet; in interiore hominis habitat veritas…” (No quieras ir al exterior, regresa a ti mismo. En el interior del hombre reside la verdad).

-“Eres un sentimental incorregible. Quizás yo también. Cuando era niño, de cinco o seis años, mi padre me encontró escondido detrás de una puerta, llorando sobre el episodio sentimental de una novela, más conocida en España por sus escenas humorísticas que por las sentimentales. El caso es que me echó una bronca que no he olvidado. Me dijo que era un sentimental y que si no me corregía sería desgraciado toda mi vida.

Quizás algo me corregí, porque desgraciado no he sido, pero me temo que no he dejado por completo de ser sentimental. Perdona estas efusiones. Debe ser cosa de la ancianidad (…) El mundo es atroz y la humanidad quizás implacable, pero hay que jugar el juego y continuarla (…)  Y seguro que lo has hecho bien y que tus amigos podemos seguir sintiéndonos orgullosos de tu abnegada insensatez, aunque sin duda alguna vez tendríamos que pararnos a analizar sus motivos”.

-“No te metas en más líos. Tu generosidad (y tu gusto por la aventura) no deben impedirte seguir los dictados de la razón y no acometer empresas destinadas al fracaso y que pueden tener para ti costes muy altos”

-«Muchísimas gracias, una vez más, Víctor querido, porque además de leerte, te quiero. O te tengo un profundo afecto, para decirlo en términos que no  resulten sospechosos para los homófobos inasequibles al desaliento».

-Siempre me desafió tiernamente sobre mis acciones: “A mi juicio, es éste, el del voluntarismo, tu principal pecado. Pero quizás este sea el único camino”. Pero finalmente, estaba resignado a aceptarme: “Como he abandonado toda esperanza de que veas la luz, leeré con gusto la reiteración de tus errores”. Uno de sus últimos mensajes por WhatsApp decía: “Te deseo lo mejor. Yo intento mantener la ilusión de que aún vivo escribiendo y hablando sobre un mundo que me aterra y que no estoy seguro de comprender. Un abrazo”.

Y de manera orgullosa, casi arrogante, pero eso sí muy nostálgica, dejo aquí el prólogo que muy gentilmente escribió para mi libro de 2014:

Prólogo del libro «De otras guerras y de otras paces»
Francisco Rubio Llorente (Madrid, julio de 2014)

Entusiasmo, generosidad e idealismo pueden desplegarse con fruto en actividades muy diversas, pero tal vez no sean esas cualidades las que más aportan al avance de las artes y las ciencias, y probablemente menos aun a la buena marcha de la economía y el ordenado despacho de los asuntos cotidianos de la sociedad. Es seguro, por el contrario, que son cualidades de este género las que mueven a quienes se sienten impulsados a poner sus Francisco Rubio Llorentevidas al servicio de un ideal que consideran necesario promover para mejorar las ajenas y mantener viva la conciencia moral de la humanidad.

El autor es un hombre entusiasta, generoso e idealista, cuya profesión principal, a la que no acierto a poner nombre, es la de ir de un lado para otro para prestar ayuda a las víctimas de lo que él llama violencia política y sin renunciar a la felicidad personal, a amar y ser amado. Desde que lo conozco se ha desplazado muchas veces a los lugares más conflictivos del planeta, arriesgando su vida y su salud en misiones humanitarias para informar de lo que veía.

En mi opinión, es un hombre de este género el que con este libro intenta “contribuir al debate del análisis de conflictos y de la búsqueda de la paz, no tanto desde las teorías que la definen y la defienden, sino desde los ejemplos de otros conflictos armados contemporáneos”

El libro no es, en efecto, una teoría sistemática de los conflictos políticos en los que se hace uso de la violencia, o de la violencia política, ni un prontuario de recetas para evitarlos o ponerles fin. Mucho menos un conjunto de reportajes asépticos de las situaciones conflictivas que el autor ha vivido de cerca. Reportajes hay muchos y excelentes, recogidos la mayor parte de ellos bajo el epígrafe: “De Otras tierras”, pero ninguno neutral, ni expuesto sin ánimo de extraer lecciones de lo que se cuenta.

Tampoco faltan las reflexiones generales sobre el origen de los conflictos, o las razones invocadas para justificar la violencia de quienes buscan cambiar la situación existente, o mantenerla, o los procedimientos para ponerles fin, evitar que rebroten y remediar los daños.

Pero esas reflexiones y muchas otras están apoyadas siempre en la referencia a conflictos concretos, o insertas en la descripción de alguno de ellos. No son razonamientos abstractos, monocordes y perfectamente coherentes entre sí, sino reacciones apasionadas frente a situaciones concretas. Son, dice el autor al comienzo mismo de su trabajo, “fruto de acaloradas discusiones con colegas de diferentes organizaciones humanitarias, donantes, periodistas y hasta combatientes. El texto no es homogéneo porque está salpicado de las filias y de las fobias que se acrecientan en las crisis”.

Las del autor son claras y rotundas, pero no estoy seguro de que el razonamiento con el que el autor cree sostenerlas sea su fundamento real. En todos los conflictos de los que se ocupa, las partes enfrentadas se apoyan siempre en una u otra de las causas de justificación de la violencia incluidas en el elenco que el autor expone en la Introducción, sin establecer gradación entre ellas. Son conflictos trágicos, en el sentido pleno del término, en los que, con mayor o menor sinceridad, ambas partes creen tener de su lado la justicia y la verdad.

En algunos casos, esta creencia se hace explícita mediante las construcciones teóricas con las que cada parte pretende amparar en valores universales los propios intereses, materiales o espirituales. Pero no en todos los casos es así y el mejor ejemplo de ello lo tengo en este momento muy cerca de mí.

Una de estas tragedias silentes es en efecto la que actualmente se desarrolla y seguramente seguirá alargándose durante mucho tiempo en la frontera sur de la Unión Europea, un espacio en el que confluyen dos partes del mundo separadas por un abismo económico; un contraste entre riqueza y pobreza muy superior que el que se da a uno y otro lado del Río Grande o en cualquier otro lugar del planeta.

En torno a la isla de Lampedusa, pero sobre todo en las ciudades españolas de Ceuta y Melilla, la única frontera terrestre entre Europa y África, cientos o miles de personas procedentes sobre todo del África subsahariana, aunque también de otros lugares, intentan día tras día entrar en el territorio de la Unión para escapar del hambre y del horror.

Salvo muy ocasionalmente, no emplean la violencia y nunca una violencia letal; su arma más eficaz es más bien y paradójicamente su propio desamparo. Pero, aunque pacífica en sus medios, su empresa es en cierto modo violenta, porque de un modo u otro ha de vencer la violencia legítima que los Estados emplean para defender sus fronteras.

Una violencia hasta hoy en general mitigada y que tampoco ha recurrido jamás a medios letales, seguramente inaceptables para la opinión pública española, como la italiana, la griega o la chipriota, pero violencia al fin, pues violencia es dar con la puerta en las narices a quienes suplican que se les deje entrar en nuestra casa. La valla de Melilla, coronada por cuchillas y protegida por miembros de la Guardia Civil a los que les está prohibido hacer uso de sus armas no va más allá, pero es un portazo.

En un conflicto de esta naturaleza, no es posible tomar partido a partir de un juicio sobre la justicia de los fines perseguidos por una y otra parte, pues ambos son justos. Es justo el intento de entrar en un país ajeno para escapar de la miseria y de los horrores de la guerra, pero también es justa la acción del Estado para impedir que la entrada en el propio territorio se haga fuera de los lugares y los cauces legalmente establecidos. Y son situaciones trágicas de este género las que se dan en muchos de los conflictos de los que este libro se ocupa.

Pese a ello el autor no duda en tomar partido apasionadamente en casi todos ellos (y creo más que probable que lo tomará también, si ya no lo ha hecho, respecto del que ahora se vive en Melilla) sin que por eso quepa tachar de arbitraria su actitud. El juicio sobre los fines no es, en efecto, el único fundamento posible para inclinarse a favor de uno u otra de las partes en conflicto. También cabe hacerlo por compasión, o si se quiere, para decirlo de manera menos políticamente incorrecta, por razones humanitarias. Y este es el norte que marca el rumbo de Víctor, inclinado siempre del lado de los débiles.

Podría decirse que esta inclinación es cuestión de carácter. Que se produce porque, a semejanza de Catón, las simpatías de Víctor no van, como la de los dioses, con las causas victoriosas, sino a favor de las vencidas. Pero sería errado considerar este carácter como una rareza, un rasgo extravagante de su personalidad. En alguna medida, en la intensidad con la que él la vive, esta inclinación es seguramente idiosincrática, pero sólo en esa medida, porque esa actitud hacia el débil tiene un fuerte fundamento en nuestra cultura. Es la que llevó a Don Quijote a precipitarse contra los cuadrilleros de la Santa Hermandad para liberar a los galeotes.

El autor es, me parece, un personaje quijotesco, pero también profundamente realista. Idealista, pero no iluso; no se hace ilusiones sobre la posibilidad de llegar a un mundo sin conflictos, en el que se alcance al fin el ideal kantiano de la paz perpetua. Ni está seguro de que la paz que pone fin a la violencia acabe también con el conflicto de la que ésta nació, ni de que la acción internacional para lograrla sea siempre eficaz. Pero no cree que esas dudas excusen del esfuerzo por conseguir la paz, como no cree que las debilidades del Derecho Internacional Humanitario dispensen de la necesidad de luchar por su aplicación mientras no tengamos nada mejor.

La historia la escriben los vencedores, pero este libro está escrito del lado de los vencidos. Una buena razón para leerlo.

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