Víctor de Currea-Lugo | 5 de abril de 2014
Ruanda creció con la percepción de que había dos tipos de personas, visión impuesta desde el exterior y alimentada desde dentro. A esto se sumaron problemas de distribución de tierra y de disputa por recursos.
Antes del genocidio hubo un proceso de paz fracasado. Al tiempo que se negociaba la paz, se crearon grupos paramilitares preparados precisamente para el genocidio. Los medios de comunicación crearon un enemigo (los tutsis) satanizado hasta la saciedad y negando su condición humana.
El genocidio se declara con un detonante creado por los propios victimarios: el asesinato del presidente ruandés. Luego, las élites hutus se encargan de dirigir la matanza, de manera organizada y sistemática. La ONU, como en otras guerras, es incapaz de cumplir su mandato. Muchos países prometieron intervenir incluso militarmente si fracasaba la paz, pero todos miraron hacia otro lado.
Una vez se convirtió a los tutsis en “cucarachas”, era fácil eliminarlos movilizando de manera masiva una sociedad alienada. Un muerto cada 20 segundos, 8.000 víctimas al día, para un total de 800.000 muertos a machete tan solo en los primeros 100 días. Los rebeldes tutsis detuvieron el genocidio, pero solo sobrevivieron el 15% de las personas de dicha comunidad.
Ruanda enseñó un camino para la justicia internacional, al establecerse un Tribunal Penal Internacional para Ruanda, antecedente de la Corte Penal Internacional. Ruanda mostró modelos de justicia transicional, donde las tensiones sobre el perdón y la reconciliación se vivieron en el nivel local y comunitario.
En el caso ruandés, la comunidad internacional calificó (por fin) la violencia sexual como crimen de guerra. Allí, 270.000 mujeres fueron violadas, de las cuales 70% fueron infectadas con VIH por orden (qué paradoja) de la ministra de Asuntos de la Mujer y la Familia.
Dos décadas después de la masacre, Ruanda no ha logrado despegar. La agenda de lo soñado (contenida en un plan hacia el año 2020) está pendiente. Para poder acceder a créditos, la banca internacional le ha impuesto a Ruanda medidas neoliberales: su economía crece al ritmo de un 7% en los últimos años, pero la pobreza extrema se mantiene.
Ruanda de hoy es fruto de un proceso de colonización, élites locales perversas, discursos racistas, procesos de paz traicionados, incapacidades de la ONU, las políticas neoliberales y su condición de país pobre reducido a productor de materias primas.
Una década después de Ruanda, en Darfur se gestó otro genocidio. Allí también hay excusas étnicas, negociaciones fracasadas e incapacidad de la ONU. Hoy, en Siria, la masacre de civiles se diluye en excusas religiosas, negociaciones inútiles e incompetencia de la ONU. El “nunca jamás” frente al genocidio sigue siendo una promesa incumplida.