318Víctor de Currea-Lugo | 24 de abril de 2023
Las guerras repiten los mismos errores o, más exactamente, los que hacen las guerras. Ahora Sudán ocupa los noticieros por una nueva batalla por el poder. Allí se centran los debates sobre la construcción de un Estado, la falacia de la nación, el error del centralismo, el uso de «paras» y la excusa de “lo cultural”. Con muchas coincidencias con lo sucedido en Ruanda.
Para entender qué está pasando en Sudán, se requiere revisar la guerra de guerrillas con el sur desde la década de 1980, la formación y posterior legitimación de grupos paramilitares, el genocidio de Darfur desde por lo menos 2003, la paz negociada de 2005, la división del país en 2011, la continuidad de gobiernos militares y la última escalada.
Sudán fue creado sin que hubiera un proyecto nacionalista, estuvo por décadas bajo influencia inglesa y egipcia hasta su independencia en 1956. Era tanta su debilidad que su constitución fue escrita por un grupo de abogados ingleses.
Historia de guerras
Un pasado de guerras entre el sur y el norte del país por una principal causa: exclusión. El gobierno central y centralista, basado en Khartoum, miró a la periferia del país con el mismo desdén y soberbia con que Londres miraba todo el Sudán; más o menos como Bogotá mira al Guaviare.
Al final y por presión de China, las dos partes terminaron haciendo un proceso de paz, después de 22 años de guerra en el entonces país más grande de África. La paz entre el sur y el norte fue hecha a la medida de los negocios del petróleo, controlado por China.
Pero ese proceso tuvo graves problemas de implementación y fue traicionado por las élites: el principal líder del sur, John Garang, murió en un “accidente aéreo”, así como fue asesinado en 1994 el presidente de Ruanda para dar paso al genocidio.
Las tensiones por salvar la paz llevaron a que una revuelta en el occidente del país, en la región de Darfur, fuera silenciada por los medios de comunicación, ya que lo importante era salvar la paz firmada antes que nombrar la otra guerra que emergía.
El gobierno del entonces presidente Omar Ahmed al-Bashir, que gobernó el país por casi treinta años, respondió a las demandas de las comunidades con violencia: un inmenso despliegue del Ejército, acompañado de la creación y el fortalecimiento de grupos paramilitares llamados los janjaweed, que recuerdan en buena medida a los “Interahamwe”, los paramilitares creados en Ruanda en el marco de un proceso de paz para garantizar el boicot.
La comunidad internacional buscó “proteger” la paz norte-sur, y miró para otro lado en el, calificado así por la Corte Penal Internacional, genocidio de Darfur. Así mismo, la comunidad internacional se retiró ante el inicio del genocidio en Ruanda.
Y la academia se llenó de expertos que reducían todo el conflicto a lo étnico, desconociendo que en Darfur hay más de 150 etnias y, cuando trabajé en Darfur en medio del genocidio, no se estaban matando por razones culturales, sino que era un levantamiento por razones eminentemente políticas y contra la exclusión social, como se había levantado el sur décadas antes.
Las mentiras de la prensa y de la academia
Los analistas suelen decir que los janjaweed eran milicias árabes contra las comunidades negras, pero lo que yo si sé es que todos hablaban árabe y todos eran igual de negros, pero el afán por reducir todo a explicaciones desde lo multi-pluri-culti, más el imaginario sobre África, se imponen.
Por años siguió el genocidio en Darfur; de hecho, hubo hasta falsas desmovilizaciones de los grupos paramilitares (como las hubo en Colombia) al punto que entregaron las armas y el Gobierno se las devolvió a los pocos días.
En 2011, fruto de los fracasos del gobierno centralista de Khartoum, las fuerzas políticas del sur de Sudán llamaron a un plebiscito que fue votado por la población y más del 98% estuvo a favor de la separación, dando origen a dos países: Sudán y Sudán del Sur.
En 2013, peor aún, esos grupos de genocidas paramilitares fueron casi “incorporados” a las Fuerzas Armadas, por lo menos legalizados; aunque ya tenían claros nexos “informales”, como en Colombia, Guatemala y, obviamente, en Ruanda.
Así nacieron las Fuerzas de Despliegue Rápido, uno de los actores clave en la guerra actual. Recordemos que la incorporación de grupos neonazis al Ejército es una de las claves del conflicto en Ucrania.
Siguiendo la tradición militarista y golpista, como en muchos países africanos, Al-Bashir fue depuesto por un golpe militar, en 2019, de la misma manera que él había llegado al poder, tumbando a otro golpista. Ese golpe se apoyó en las marchas de protesta; es decir, que los militares se aprovecharon y canalizaron el descontento social para mantenerse en el poder, igual que en Egipto en 2013.
Entre 2019 y 2021 hubo un gobierno que prometió ser de transición hacia un gobierno civil y realizar unas elecciones en 2022. Pero en octubre de 2021 hubo otro golpe militar. Es decir, la democracia no tenía oportunidad. Y no es que, como dicen de manera simplista, “los africanos no están preparados para la democracia”, sino que el país sigue estancando en la premodernidad.
Cuando uno revisa con cierta disciplina las reivindicaciones de los rebeldes del sur y luego de los de Darfur, es muy fácil concluir que lo que estaban pidiendo en materia de derechos civiles y de derechos sociales es lo que en Europa se llama democracia.
Llegamos a 2023
Desde 2019 y, más aún desde 2021, los dos grandes actores políticos estuvieron sustentados en el Ejército y en los paramilitares reciclados. Del primero, su jefe es: Abdel Fattah al-Burhan. Y de los segundos es Mohamed Hamdan Daglo, alias “Hemeti”, comandante de las Fuerzas de Apoyo Rápido, (RSF, por su sigla en inglés).
Las Fuerzas Armadas Sudanesas tendrían menos de 110.00 combatientes y las RSF alrededor de 100.000. Unos tan criminales de guerra como los otros, tanto en la guerra entre el norte y el sur, como en Darfur. Se dice en los medios sudaneses que Egipto tiene una gran influencia sobre los sectores agrupados en torno al Ejército y Emiratos Árabes Unidos sobre las RSF.
Ambos se consideran guardianes del país y los llamados a liderar el proceso político, pero la verdad es que esos dos sectores, amigos antes en un golpe militar, ahora se enfrentan por algo tan simple como el poder. Allí no hay ni etnias, ni religiones de por medio. Ambos se acusan de algo que no dudo sea cierto: de haber cometido crímenes de guerra.
Ya van cientos de muertos y miles de heridos. La llamada comunidad internacional ya intervino, pero para evacuar a sus nacionales, como hizo recién empezaba el genocidio en Ruanda. No intervino durante el genocidio de Darfur, ni tampoco ante la orden de captura por la Corte Penal Internacional contra el presidente de Sudán, mucho menos lo hará ahora.
Hemeti y al-Burhan habían unido sus fuerzas para expulsar a los civiles del poder y ahora se enfrentan para quedarse con el poder total, en un país fracturado por su incapacidad de integrar sus regiones. Ni siquiera se ponen de acuerdo para un cese al fuego y siguen en combates. Lo cierto es que el genocidio de Darfur no se solucionará partiendo el país entre Darfur y el resto, como no se solucionó con partir el país en 2011.
Y la guerra actual no puede explicarse, ni mucho menos resolverse, desde el sutil encanto de lo étnico. Egipto y Emiratos Árabes Unidos podrían contribuir a la salida negociada, aunque creo que China tiene más poder. El que se adelantó en ofrecerse como mediador fue Turquía, el mismo que ha buscado ser negociador en la guerra de Ucrania, aunque dentro de casa y frente al conflicto con los kurdos no piense en la paz.
La comunidad internacional estará más pendiente de Ucrania que de Sudán, como estuvo más preocupada por la antigua Yugoslavia que por Somalia. Por el momento todo apunta a una cronificación del conflicto y un aumento de la crisis humanitaria que ya se vive en varias zonas del país. Solo empezarán a preocupar cuando, dolorosamente, esa guerra salpique a los vecinos. Y en ese momento, ya será demasiado tarde.
Una paz que tape otra guerra, un análisis que priorice lo étnico sobre lo político, un conflicto crónico descuidado, un centralismo exacerbado y una legalización de facto de paras, solo sirve para garantizar una desgracia.