Víctor de Currea-Lugo | 25 de febrero de 2024
En Gaza, Palestina, no solamente han muerto más de 30.000 personas con nombres y esperanzas, sino que la humanidad ha constatado algo que ya venía desahuciado, desangrándose junto a los pueblos masacrados del mundo. Ha muerto lo que nos convoca o, por lo menos, de lo que decía convocarnos y ahora está repartido en cuatro tumbas.
La primera es la tumba del derecho internacional. Muy difícil era ya hablar de los derechos de los prisioneros de guerra después de Guantánamo, o de la distinción entre combatientes y civiles después de Irak. Ahora no creo que haya un solo tratado internacional de derechos humanos que no haya sido violado por Israel.
El sionismo no ha respetado ninguno de los siguientes acuerdos: la Declaración Universal de Derechos Humanos; sus pactos internacionales; la Convención sobre los Derechos del Niño y un largo etcétera. También, sin duda, todos los Convenios de Ginebra y las normas que tratan sobre limpieza étnica, apartheid y genocidio. A Israel no le importa la pérdida de legitimidad.
La segunda es la tumba de las Naciones Unidas. Habíamos visto el papel de la ONU contribuyendo a crear el conflicto actual con el Plan de Partición de 1947, con el abandono a los civiles en Sabrá y Chatila en 1982, abandono que repitió en Sebrenica en 1995. Vale subrayar que a Israel no le importa lo que digan los demás, mientras tenga de su lado el veto de Estados Unidos en la ONU.
La ONU, en su práctica, ya se había reducido a ser una fábrica de resoluciones inútiles; compensando su ineptitud con un papel de ONG a través de sus agencias, como UNICEF, UNRWA, la OMS, el PMA o ACNUR.
Pero la ONU no fue hecha para hacer esas tareas, que son plausibles, sino con un mandato específico: la paz mundial. Y nunca ha querido entender la desgastada frase de que no va a haber paz en el mundo hasta que no haya paz en Oriente Medio, y no va a haber paz en Oriente Medio hasta que haya paz en Palestina.
La tercera tumba es la del periodismo. Sí, esa forma de comunicar que estaba basada en la honestidad. Supimos de las mentiras de la guerra con Homero y no tendría por qué ser diferente en nuestros días. Después lo ratificamos en Vietnam a mediados del siglo pasado, en Somalia en 1993, en Irak en 2003, en Ucrania los últimos dos años.
Pero aquí estamos ante la mentira cruel, desnuda, perversa, sedienta de descaro. La verdad no cuenta, a la mierda la realidad, si tenemos narrativas que la remplazan. Y no solo ha muerto allí la posibilidad de una cobertura honesta, sino también más de un centenar de periodistas. Por eso Israel busca matar el mensaje y matar al mensajero.
La cuarta tumba es la academia. Era evidente el afán mediático de los académicos por convencernos de que la guerra era un asunto solamente “cultural” que podía resolverse con abrazos; conocíamos de modelos de construcción de paz hechos en laboratorios de mentiras.
Aquí hemos visto académicos defendiendo genocidas o intelectuales mirando para otro lado porque la corrección política se impone. Y hemos visto universidades como Harvard, persiguiendo la libertad de expresión y, asimismo, la universalidad de ciertos principios que creíamos habíamos concertado. Israel sabe que hay una academia arrodillada dispuesta a complacerlo.
Los datos de la destrucción son abrumadores, pero ni el derecho, ni la ONU, ni la gran prensa, ni la academia vendida se incomodan. La cooperación internacional, con la misma lógica, ya se piensa cómo financiar la reconstrucción de Gaza, cuando sería más decente simplemente no dejar que la redujeran a cenizas.
La quinta tumba en Gaza
Pero es posible, y hablo desde el deseo, que la quinta tumba tenga otra naturaleza, una tumba necesaria, la del sionismo. Lo han hecho tan mal que ya el mundo sabe (por si tenía dudas) que no van a respetar ni el derecho ni a la ONU, como no lo han hecho desde el momento de su nacimiento, violando sus resoluciones.
Tampoco cabe duda de su poder de manipulación, de chantaje, de calumnia, que se ha extendido por décadas en nombre de las víctimas del Holocausto. Pero una parte de los sobrevivientes han salido a gritar: “no otro genocidio en nuestro nombre”. Ellos deben enfrentar el poder sionista que tiene una gran tribuna: la prensa, incluso parte de la que finge ser una alternativa, un cambio.
Ya el mundo de una manera brutal ha logrado distinguir, a punta de muertos, que una cosa es antisemitismo y otra muy diferente antisionismo. Y eso no es poco en un mundo de los likes y de redes sociales como paradigma. Celebro el triunfo, pero la humanidad necesitó miles de muertos para empezar a notar la diferencia.
El sionismo mostró, como nunca antes, sus dientes. Sus pretensiones originales explican los resultados actuales: la expulsión de palestinos, la limpieza étnica, el apartheid, el genocidio. Y lo hacen público (como muchos otros ismos) desde la superioridad moral que se endilgan.
Y lo hacen entre risas cuando explota una mezquita, entre celebraciones cuando llegan noticias de otra masacre en Gaza, en mensajes que escriben en las bombas dirigidas a los hospitales y las casas. Esos no son actos aislados, ese fascismo no es la banalidad del mal, es el orgullo del mal que se regodea de la desgracia palestina.
Espero que no sólo haya una tumba para el derecho, la ONU, el periodismo y la academia, sino que su resurrección dependerá de que haya una también para el proyecto sionista, que estaría cavando su propia tumba. Mientras haya sionismo, no podrá haber ninguna esperanza en eso que solemos llamar comunidad internacional. Tan solo tumbas sobre los escombros. Hay una sexta tumba, pero para un cadáver ya viejo e insepulto: los Acuerdos de Oslo.