Víctor de Currea-Lugo | 28 de julio de 2013
Francia intervino en 1836 para contrarrestar el poder otomano en el Norte de África. En la Primera Guerra Mundial participaron 60.000 tunecinos esperando, al igual que el resto de árabes, que su esfuerzo les diera el reconocimiento político que no llegó: un Estado propio. Esa frustración alimentó un nacionalismo que, curiosamente, echaba mano de lo mejor de la tradición francesa en términos de derechos humanos, anti-colonialismo, defensa del Estado laico, modernidad y hasta feminismo.
El gran líder tunecino del proceso de descolonización, fue Habib Burguiba (presidente de 1957 a 1987), quien pasó de ser un perseguido -entre la cárcel y el exilio- a ser un gobernante autoritario y paranoico; como si se tratara de dos personas opuestas. Su pensamiento reivindicó al tiempo la condición arabo-musulmán sin reñir con la modernidad, convencido que, según sus palabras, “la guerra santa (la jihad), no se hace contra el infiel sino contra el subdesarrollo”. Así, Burguiba unió a los tunecinos en un proyecto de un país decente, con las mismas banderas de la protesta que hoy muchos levantan.
Pero ya en el poder, Burguiba persiguió a sus oponentes, usó a sus colaboradores como fichas de ajedrez a su servicio, enfrentó a comunistas contra islamistas, censuró periodistas y desarrolló una gran burocracia clientelar. Esas tácticas son las mismas que luego usó su sucesor Ben-Alí, derrocado por la revuelta árabe a comienzos de 2011. El sueño prometido tanto en el caso de Burguiba como en el de Ben-Alí, se convirtió en pesadilla.
Ni la planificación centralizada de la economía hecha por Burguiba (que luego desmantelaría Ben-Alí para darle paso al neoliberalismo), ni el socialismo cooperativo impuesto a la fuerza en las áreas rurales, dieron los resultados prometidos. Se crearon muchas industrias, pero los productos de exportación seguían siendo aceite de oliva, corcho, fosfatos, aceitunas y gas.
En mayo de 1984, el aumento de los precios de ciertos alimentos generó la ‘rebelión del pan’, que obliga a Burguiba por primera vez en la historia a dar marcha atrás y la tercera en llamar al ejército para controlar la protesta social.
Así, en 1987, el general Ben-Alí tomó el poder, liberó los presos políticos, protegió las libertades públicas, eliminó la presidencia vitalicia y reactivó el movimiento sindical. Es decir, resucitó el sueño de un país con libertades. Pero, con el paso de los años, se vio otra realidad: persecución a opositores, grandes escándalos de corrupción, acoso a organizaciones sindicales e islamistas, regreso a un régimen de partido único. De nuevo, del sueño a la pesadilla.
Esto, más la privatización de más de 200 empresas públicas y un desempleo del 34%, explica buena parte de la revuelta que empieza en diciembre de 2010 y tumbó al gobierno en menos de un mes. La tradición civilista sirvió para prevenir el uso de la violencia como se observó en los caso de Libia y de Siria; y la tradición laica ha permitido proteger la revuelta de un proceso de islamización.
Ahora en Túnez, está en el poder el partido Al-Nahda (El Renacimiento), una apuesta política que busca un equilibrio entre lo musulmán y la democracia. Al-Nahda genera desconfianza tanto en los laicos que lo ven muy pasivo ante los salafistas, y éstos lo ven tibio en su propuesta musulmana. Ese frágil equilibrio también se da entre los que quieren cambios más de fondo que permitan consolidar el sueño de la revolución (por ejemplo en materia de igualdad) y los que coquetean con las políticas neoliberales.
Nos decía hace algunos meses en Túnez el Ministro de Asuntos Sociales, Khalil Zaouia, que la falta de recursos para financiar el proceso actual he llevado a pedir préstamos al FMI que obligarían a la aplicación de recortes a los subsidios de alimentos y reformas del sistema de pensiones. Túnez es un país quebrado que tiene como opción renunciar a las banderas de la revuelta para paradójicamente salvar la revuelta.
Este año, a la arremetida salafista contra la educación laica y los derechos de las mujeres, y a las políticas neoliberales, se suma la violencia política. Primero, en febrero de 2013, fue el asesinato por radicales islamistas del izquierdista Shokri Belaid, líder de una coalición política de doce partidos. El segundo caso fue la reciente muerte de Mohamed Brahmi, miembro del mismo partido que Belaid.
Hay una tentación a condenar el proceso tunecino por sus retrocesos. El asesinato de Olof Palmer no hizo dudar de todo el aparato democrático de Suecia. Resulta difícil mencionar un país donde no haya habido un magnicidio, pero no se puede reducir un país a un crimen.
Los avances en la democratización de la sociedad tunecina, la formación de nuevas fuerzas políticas, la realización de elecciones pluripartidistas, la legalización de los partidos de oposición, el renacer del movimiento sindical y de la prensa libre, los debates en torno al futuro y la formulación de una nueva Constitución son cosas poco publicitadas pero relevantes.
La oposición ha criticado severamente la inacción del gobierno contra los islamistas. El reto de Al-Nahda es resucitar la fe en los sueños que prometió tanto Burguiba como Ben-Alí, yendo incluso más allá, y evitar la embriaguez del poder que sólo le permita repetir las pesadillas.