Víctor de Currea-Lugo | 12 de mayo de 2022
Cuando sonó la alarma, la gente permaneció quieta en el pasillo esperando más a que el sonido se alejara a que hubiera, de verdad, un ataque aéreo. Y no es porque los ataques hayan cesado sino porque el ser humano, como decía mi abuela, es un animal de costumbres.
Los ataques han seguido, tanto de Ucrania sobre el oriente, como de Rusia sobre Odessa, Kiev, Lviv, entre otras ciudades. Como en otras guerras, la gente empieza a adaptarse: algunos refugiados han regresado, algunos locales han vuelto a abrir sus puertas y el Metro de Kiev dejó de ser un refugio antiaéreo para volver a ser un medio de transporte cotidiano.
Dejando atrás Kiev
La capital se siente vulnerable, pero no lo muestra. A Kiev la percibo orgullosa como todas las grandes ciudades. Esa calma chicha, como diría mi padre, se rompió con un nuevo ataque contra un edificio civil precisamente cuando el secretario general de la ONU estaba de visita en la ciudad.
Atrás quedan los voluntarios que aprendieron con el paso de los días que también era urgente conseguir la insulina para el diabético o la comida para los gatos que quedaron abandonados. Uno de esos voluntarios me cuenta que un grupo se dedicó a preparar comida para los bomberos que combatieron el fuego por días, en Vasylkiv.
Allí, también en las afueras de Kiev, la gente voluntariamente ayudó a fabricar redes de camuflaje para las trincheras. Traían redes de tenis y de voleibol; incluso compraron redes de pescadores. Luego les ponían tiritas de tela oscuras y para eso recogieron toda la ropa que no usaban, eso sí, excluyendo la que tuviera colores brillantes.
Una médica me cuenta que era muy temprano en la mañana, para ella, cuando comenzó todo. Y no lo supo porque la hayan despertado las alarmas ni la bulla de los vecinos sino un mensaje de su hija, un texto escueto que decía “mamá, empezó la guerra”.
Ella misma me cita la historia del sapo cocinado en agua fría o en el agua caliente. Sonrió porque compartimos esa fábula y nuestra edad. Muchos jóvenes de Ucrania no la entienden, me dice, yo le cuento que muchos jóvenes colombianos tampoco y reímos hasta que de nuevo suenan las alarmas.
Otra persona a mi lado me decía: “yo nací en Rusia, pero Rusia ya no es más mi país”. En la estación de trenes saliendo hacia Lviv, los niños llevan bolsas plásticas con balones, peluches y útiles escolares. Es notorio en el flujo de refugiados la presencia de mascotas. Parece que, si fuera un barco, el grito de evacuación sería: “primero las mascotas y los niños”.
Sale el tema sobre la legitimidad del presidente Volodimir Zelenski, los escándalos de corrupción y la mafia ucraniana. “Si nuestro presidente es un hijo de puta ese es nuestro problema, eso lo debemos arreglar nosotros, nadie más”, me dijo Vadim.
Lviv, la ciudad de Bandera
Stepán Andríyovich Bandera es un personaje de la historia reciente de Ucrania. Nacionalista a ultranza, independentista frente a todos y acusado de colaboracionista con los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Todo un referente de la extrema derecha ucraniana. Aquí en Lviv hay una gran estatua en su honor y una calle que lleva su nombre.
Hace varios siglos, Lviv y la región más occidental de Ucrania, estuvo ocupada, como buena parte de la actual Ucrania, por los mongoles. La historia de sus batallas incluye a los cosacos, los otomanos y hasta a los suecos. En 1356 la ciudad se hizo polaca, luego fue austrohúngara y de nuevo polaca en 1919.
En el curso de la Segunda Guerra Mundial, hubo independentistas que se enfrentaron tanto a los nazis como a los soviéticos, aunque un sector peleó claramente a favor de Alemania. Algunos proalemanes se pasaron al otro bando cuando vieron las atrocidades del Holocausto y otros hicieron al revés ante el avance ruso. Al final de la guerra y por los acuerdos de Yalta, toda la región fue entregada a Stalin.
En Lviv hubo un gueto judío que fue trasladado a campos de concentración. De más de 110.000 judíos solo sobrevivieron 823. Bandera es acusado de haber sido colaboracionista con los nazis en el asesinato de judíos y criminal de guerra, pasó un tiempo en un campo nazi y fue asesinado por la KGB.
¿Qué tanto neonazismo hay en Ucrania? No lo sé, así de simple. Es difícil que alguien lo sepa, porque evidentemente hay un resurgir de organizaciones nazis en muchos países de Europa, desde España hasta Hungría; porque la idea que ha extendido Rusia es que el Gobierno de Ucrania es un nido de neonazis y al país hay que “desnazificarlo”; y porque el Gobierno de Kiev busca eludir el tema.
Hay varios símbolos de los ucranianos que se han interpretado de muchas maneras. Yo vi algunas banderas rojinegras en tiendas de Lviv, así como insignias con los mismos colores en los brazos de un par de militares durante un entierro en Kiev.
Otro de los dolientes tenía insignias de Pravyi Sektor (Sector Derecho), un partido político de extrema derecha con una formación paramilitar, responsable de la muerte de alrededor de 40 personas en Odessa, en un incendio ocurrido en mayo de 2014.
Las banderas rojinegras oscilan entre la nostalgia a los independentistas que siguieron peleando contra los soviéticos, incluso años después de que se acabara la Segunda Guerra Mundial, y su uso en ceremonias militares neonazis. Tales símbolos están también asociados con la derecha racista, antijudía, anticomunista, homófoba y antirrusa.
En el marco del nacionalismo de Euromaidán, en 2013, florecieron dos vertientes de ese nacionalismo extremo: organizaciones políticas neonazis legales con puestos en el parlamento y, al mismo tiempo, organizaciones militares neonazis que fueron luego integradas al Ejército ucraniano y que han participado en la guerra de Donbass. Pravyi Sektor, por ejemplo, combina las dos expresiones.
En la plaza de Lviv, frente al teatro de la ópera hay una romería de artistas, aficionados y espontáneos, que entonan canciones ucranianas, algunos arropados con la bandera nacional. Me explican que algunas son melodías tradicionales mezcladas con exaltaciones a la lucha. “Vamos a cantar, no nos quedemos callados”, grita uno de los artistas frente al público.
Lviv es ruta de salida de refugiados, cuna de nacionalistas, frontera con Polonia, territorio en disputa en el pasado imperial de Europa del Este. En los últimos 112 años, los judíos pasaron del 26 a menos del 1%, los ucranianos del 19 al 88% y los polacos del 49 al 0,9%. Si una ciudad es sus habitantes, la Lviv de hoy no es para nada la misma de hace más de un siglo.
La frontera polaca
Salgo hacia Polonia. En los controles hay una oferta humanitaria inmensa, de todo tipo. Uno de los voluntarios le pregunta a un anciano: “¿Viaja solo?”. Él lo mira y le contesta: “Voy con Dios”. Entiendo que en esencia lleva el mismo dolor que otros refugiados, solo que a ese dolor otros le suman la pobreza, la discriminación, el racismo y la indolencia. Duele también la actitud de los europeos que se ahorran su dinero cuando se trata de ayudar a víctimas de otras guerras lejanas.
Irina me dijo en un café de Kiev: “No sabemos quiénes van a morir antes de que todo esto termine”. Nada se puede planear, el futuro quedó congelado, pero esta frase podría ser dicha por cualquier refugiado en el mundo, incluso por el millón y medio de desplazados que ha dejado en ochos años la guerra en la región de Donbass.
Creo que la Unión Europea subestimó a Putin como este subestimó a Ucrania; creo que la presencia de asesores de la OTAN en Ucrania en los últimos años contribuyó a alborotar el avispero y creo, sinceramente, que Joe Biden, al que tantos amigos míos le tenían fe simplemente porque no era Donald Trump, le importa un carajo la suerte de Ucrania.
En Polonia me cuentan la historia de un ucraniano que ya estaba fuera de su país cuando empezó la guerra, pero se devolvió para evacuar a su familia, a sabiendas de que, por su edad, menos de 60 años, quedaría atrapado pues la ley marcial lo obligaría a sumarse a la resistencia.
Pienso que en Lviv más que mayorías neonazis, hay convencidos antirrusos con un nacionalismo exacerbado, donde, por supuesto, crecen los grupos evidentemente nazis porque, de que los hay, los hay. Hay también en el resto del país un sector que apoya a Putin, eso es real y sin querer hablar de dos ucranias, ni de sugerir que sean mitad y mitad, sí hay dos sentimientos en el aire.
Se han cortado muchos afectos con rusos, incluso familias ucranianas están divididas. El papá de Irina insiste, desde Donbass, en que los rusos “vienen a salvarnos”. Para ella esa frase es tan dura que me dice: “Esta guerra hace que mi casa paterna ya no sea más mi hogar”
Cuando uno escucha aquí a los ucranianos, contrasta con otros trabajos periodísticos y lee la propaganda que vomita la guerra, concluye que ambos lados se acusan de estar manipulados, como en Venezuela; ambos han peleado con sus familiares, como en Siria; ambos lados se presentan como los dueños de todas las víctimas, y ambos insisten en que los crímenes de guerra los cometen los otros. Ambos son tan humanos que duele.
Publicado en: Revista Cambio