Víctor de Currea-Lugo | 10 de junio de 2021
(Reflexiones alrededor de una conversación con un muchacho de primera línea)
Me llamo Martín, pero eso ya no importa. Al final de esta página, ni siquiera recordarás si era Martín mi nombre. Mi edad tampoco importa, soy demasiado viejo para seguir a la espera, y demasiado joven para resignarme.
Es posible que muera en esta noche por un plomo asesino de algún tombo, es posible que muera de Covid mañana esperando una cita, que muera a puñal por un vecino ebrio, eso no cambiará que mi nombre es Martín ni tu olvido al final de estas palabras.
No leí a Marx, así que eso de la lucha de clases no lo entiendo, pero odio a los ricos, no por ricos sino por hijueputas. En cambio, los aspirantes a ricos me dan lástima.
Hace una semana vino a hablar con nosotros un estudiante, no le entendimos nada, pero cuando se armó el tropel, él salió con sus libros bajo el brazo.
Vino un sindicalista gordo y otro flaco. Uno nos escuchó y otro nos dio un sermón antes de irse. Vino un político que vio votos, mientras un empresario desde su carro nos vio como mano de obra muy barata.
Vino un funcionario del Estado, prometió cosas, nos miró encima del hombro y luego volvió a prometer lo mismo que había dicho tres días antes; no se acordaba que ya lo conocíamos y olvidó que para ser mentiroso hay que tener memoria.
Vino la señora de la esquina, con una bolsa de pan; vino el viejo de la cerrajería con un termo con tinto. Ninguno nos juzgó, solo nos dieron un abrazo con los ojos. No andaban cazando razones sino sintiendo impotencias, esas que nacen cuando uno es demasiado viejo para seguir a la espera, y demasiado joven para resignarse.
Cuando vino la lluvia, cuando vino la bala, cuando vino el hambre, cuando vino la noche, cuando se fue despejando la calle y nos quedamos solos, nosotros y nuestras angustias, vimos en un espejo inmenso nuestra sombra.
Estamos solos, dijo ella, bajando un poco su capucha y sonriendo, estamos solos gritó el más pequeño de los otros del combo de al lado. Y fue un alivio, no había viento ni mentiras en el viento, no había promesas ni falsedades en la lluvia.
Entonces nos miramos, recordamos el noticiero lleno de mierda, los analistas llenos de arrogancia, los políticos llenos de opulencia. A lo lejos, estaba desde su ventana, con nosotros, la señora del pan y el viejo del tinto como protegiéndonos.
Mañana, tal vez pasado mañana se acabe esto, tal vez mueran otros Martín en la calzada. No se equivoquen, no hacemos esto por dinero ni fama, ya tenemos fama de bandidos y de primera línea. Lo hacemos porque descubrimos que la protesta es también una razón para vivir.
Quisiéramos destruir todo lo que la Policía representa y encarna. Pero eso ustedes no lo van a entender, ya no pueden, nunca han podido. No entenderán que la vida es un espasmo que se asume y no un manjar que se guarda hasta podrirse. Por eso, no le copeamos ni a usted, ni al presidente.
No salimos a la calle a protestar para obtener una cosa concreta, lo hacemos (por lo menos yo así lo hago) para ser por un momento ante una sociedad que no nos deja, para ser por un rato antes de morir, mejor que dejar de ser sin haber sido.
Pero ustedes no quieren escuchar, están demasiado ensimismados en papeles, elecciones y platas. Ustedes juegan ajedrez, nosotros abrazamos; ustedes están enredados en las formas bonitas y a nosotros las formas suyas nos valen una mierda.
Por eso pierden el tiempo cuando nos dicen qué hacer. Ustedes que nunca nos echaron una mano, ahora nos dicen cómo protestar; ustedes que tienen las manos sucias nos dicen cómo hay que lavarlas. Me vale más ese muchacho herido al lado mío, del que no sé su nombre, que su sarta de mierda perfumada. Ese es otro como yo, perdido y rescatado por sí mismo. Por eso nos entendemos sin siquiera hablarnos.
Es posible que ya lo hayas olvidado, me llamo Martín, pero también Roberto, me llamo Esperanza sin espera, Gloria sin goce y Salvador sin protección al tacto. Yo no sé los demás por qué pelean, tampoco estoy del todo seguro por qué ustedes roban y otros matan.
No tengo prisa, pero tampoco pausa. Alguna vez uno de ustedes, uno que leyó libros y usa gafas, me dijo que las cosas se hacen para justificar esta existencia. Y en la mía tiene más valor este presente incierto que volverme viejo y triste en una cama.
No te voy a escuchar, no vengas con sermones; y tampoco a gastar saliva contigo y mis palabras. Te hablaré cuando sepas la historia del cerrajero del tinto, de mi vecina que trabaja en una tienda. No, mejor te hablaré cuando sepas qué dicen los ojos de la vieja del pan en la mañana.