Víctor de Currea-Lugo | 1 de febrero de 2019
Ya se ha dicho mucho sobre los protocolos, pero hay una tendencia a reducirlo a un papel más o a un acto de complicidad con el ELN, sin entender la trascendencia de un pacto internacional. “Los pactos son para cumplirlos” dicen, con razón los diplomáticos.
Desde países como Cuba, Noruega y Alemania, hasta connotados juristas, han hecho claridad en que Duque debe portarse como lo que es: el presidente de un Estado y no simplemente un jefe de gobierno. Y en tal sentido, cumplir con los protocolos del proceso de paz con el ELN. Es necesario diferenciar entre la condena a la acción de los elenos en Bogotá y el cumplimiento a la palabra dada. Todo esto porque lo que está en juego, no es solo la Mesa de La Habana, sino también una creciente tendencia internacional de mediación y de acompañamiento a procesos de paz en todas las partes del mundo.
El fin de la Guerra Fría amplió el ámbito de competencia diplomática de la comunidad internacional en los conflictos internos, en la medida en que los Estados renuncian a una lectura bipolar del mundo y que, en general, ha ido disminuyendo la perversa lógica de amigo-enemigo traducida durante varias décadas en buenos y malos.
Esa idea intenta resucitarse desde la mal llamada “Guerra contra el Terror” en la cual se niega la condición de población civil, las causas de los conflictos, la validez de los derechos humanos y aleja a las sociedades de la búsqueda de una salida diferente a la confrontación armada.
El aumento de competencias de la comunidad internacional en la guerra, también se ha extendido para la construcción de paz, más allá de las clásicas fórmulas de los mal llamados “cascos azules” del sistema de la Organización de Naciones Unidas. En más de la mitad de los procesos de negociación hay acompañamiento de la comunidad internacional. Y ese nuevo papel depende de cuentas claras, que se dejan escritas en protocolos.
La presencia de un tercero creíble alimenta la confianza entre las partes: representa un papel simbólico valioso en la medida en que, alguna de las partes, tengan lazos de identidad con los acompañantes y ayude a dar tranquilidad del cumplimiento de los acuerdos. La presencia de otros Estados garantiza la legitimidad internacional del proceso y da mayor esperanza de justicia y acompañamiento a la sociedad. Dicho papel de otros Estados se suele agrupar en categorías como: testigo, mediador, verificador y/o facilitador. Pero el nombre no determina exactamente su papel, sino que lo hace la dinámica del proceso.
Noruega, por ejemplo, trabajó para destrabar el proceso de paz de Sri Lanka y sirvió de sede para el proceso de paz entre palestinos e israelíes, en los años noventa. México jugó un papel importante para el acercamiento de las partes de los conflictos centroamericanos. Nadie jamás alegó un cambio de gobierno para faltar a lo firmado.
El papel de mediador, también puede darse por instituciones no necesariamente estatales o incluso, por personalidades. En Sudáfrica el papel jugado por la iglesia, representada por Desmond Tutu es un ejemplo de ello. También vale resaltar el papel de Bill Clinton en el conflicto de Irlanda. En este último, la Unión Europea financió programas a favor de la paz y la reconciliación.
En el caso de El Salvador, México actuó como testigo de las negociaciones entre el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y el gobierno, la declaración franco-mexicana de reconocimiento a la guerrilla del FMLN, en 1981, impulsó un reconocimiento internacional de los rebeldes que, en últimas, favorecería la paz.
La guerra civil del Líbano encontró una salida negociada, sobre la base de los acuerdos de Taif, firmados en la ciudad con ese nombre en Arabia Saudita. Dicho acuerdo gozó del respaldo de los Estados Unidos, Francia y El Vaticano, entre otros países.
Aunque hay algunas voces que, en defensa de la noción de soberanía, se resisten a un papel importante de la comunidad internacional en la mediación de conflictos, el silencio frente a crímenes de guerra y/o crímenes de lesa humanidad, perpetúa el conflicto. La inacción del mundo en los casos de Ruanda, Palestina y Darfur, entre otros, ha significado miles y miles de vidas.
Una de las críticas más demoledoras contra la comunidad internacional y su papel, frente a los conflictos armados, está relacionada con el uso de la acción humanitaria como un comodín que le permite evadir su responsabilidad política. En casos como Palestina, Sahara Occidental y Darfur, muchas veces las agencias internacionales de cooperación (dependientes de los gobiernos), terminan reduciendo sus acciones al asistencialismo que, aunque es necesario, evade responsabilidades derivadas del Derecho Internacional, como las de actuar frente a un genocidio en curso.
En algunos casos, ya sea por la complejidad del conflicto o por intereses propios, la comunidad internacional prefiere guardar sus mejores esfuerzos para la fase del posconflicto, donde tienen una agenda más amplia al respaldar, tanto financiera como políticamente, los procesos de desmovilización, reinserción, rehabilitación de las comunidades afectadas por el conflicto, y los planes de desarrollo tanto en el ámbito local como nacional. Pero eso requiere que haya fin del conflicto armado. Por eso, la falta de seriedad de Duque salpica la ya frágil implementación de lo firmado por el Estado colombiano con las FARC (aunque con la misma lógica, Duque podría decir que eso se firmó con el anterior gobierno y no con el actual).
En el posconflicto, además de lo ya dicho, algunas de las áreas en las que la comunidad internacional puede colaborar son proyectos de educación en derechos humanos, especialmente para las Fuerzas Armadas, reformas a los sistemas de justicia, programas para el aumento de la participación política, desminado, inversiones para el desarrollo de zonas rurales, construcción de infraestructura, acompañamiento y supervisión de procesos electorales, y un largo etcétera.
Pero nada de eso es posible si no se permite que otros países acompañen la paz. Y no lo hacen porque tengan una agenda perversa. La gran coalición de países que acompañó el proceso con el ELN representaba muchas tendencias, al punto que es imposible decir que correspondan a un solo espectro político.
La participación de ellos, el apoyo logístico y financiero, los buenos oficios, su confidencialidad, entre otros, se basa en una sola cosa: la buena fe entre Estados. Por eso, no es posible que en Colombia tenga más seriedad con lo firmado un presidente de una Junta de Acción Comunal que Duque, pues tendremos varias consecuencias que afectan a todos.
Inevitablemente, tarde o temprano, tendrán que haber negociaciones de paz y muy difícilmente alguien querrá acompañar un proceso para que los dejen “colgados de la brocha”. Incluso, en el caso de Afganistán, a pesar de los horrores de la guerra, las partes vuelven a buscar un escenario de negociación, donde Pakistán es un vecino clave.
Pero si se propagara el mal ejemplo colombiano, eso de prestar el territorio para una negociación de paz sería más difícil, por el pésimo antecedente que afectaría todos los procesos de paz en el mundo. Véase que somos un ejemplo de como hacer trizas la paz.
Y, si yo fuera empresario internacional, dudaría mucho de invertir en un país cuya seguridad jurídica es tan blandengue, que no soporta ni el más mínimo análisis jurídico. No somos serios como país, ni para hacer la paz, ni para comprometerse con iguales en el mundo, ni para tener gratitud con los que quieren ayudar a acabar la guerra en este platanal. Fin del comunicado.