ELN
Fotografía de Reuters

Víctor de Currea-Lugo | 21 de enero de 2019

Finalmente el ELN reconoció su responsabilidad en el ataque a la Escuela de Cadetes de la Policía en Bogotá. Una condenable acción que labró el repudio de los colombianos. Además de dejar 21 personas muertas, cerró las puertas a la negociación, pateó el apoyo de quienes creemos en la paz, reencauchó el Fiscal General, dio legitimidad al Gobierno de Duque y nos devolvió a la lógica de la Guerra contra el Terror.

El ELN no aprendió a hacer política. No leyó el rechazo que produjo la bomba del barrio La Macarena, el ataque al cuartel de Policía en Barranquilla, ni la larga cadena de acciones de las FARC que les llevaron a no lograr ser una alternativa política después del proceso de paz.

Responder en términos del derecho humanitario es creer que el conflicto colombiano es un asunto jurídico y no político. Realizar una acción de este tipo, reprochable, precisamente cuando el movimiento estudiantil retomaba sus movilizaciones y la sociedad se volcaba a pedir la renuncia del Fiscal es demostrar una alta incapacidad de leer el momento político y la realidad de la Colombia de hoy (esto no significa que bajo otras variables  dicho ataque sea justificado).

La policía y las autoridades cayeron en el “Síndrome del grafitero”: por querer tapar sus propios errores, terminaron por alimentar una gran desconfianza en la sociedad que, insisto, tiene todo el derecho a pedir y a obtener la verdad de lo sucedido. Exigir una verdad creíble no puede ser visto como una justificación al atentado.

En las calles y en las redes, la sociedad se polarizó más que nunca: hay muertos de primera y muertos de segunda, hay marchas aprobadas y otras perseguidas. El ELN tiene una responsabilidad mayúscula en darle un nuevo aire a la extrema derecha. El ELN contribuyó a aumentar la polarización del país, una polarización en la que pedir la verdad, ante la inmensa cantidad de inconsistencias informativas del Estado colombiano, es entendido como justificación de la accionar del ELN.

El condenable atentado opacó todos lo demás debates nacionales sobre fraudes, corrupción o políticas educativas. Desvió la presión social sobre el Fiscal, quien salió a dar precisamente las declaraciones de un parte oficial extremadamente eficaz, no solo para los estándares colombianos sino internacionales.

Y en medio del dolor, aparecen varios llamados que anuncian los días por venir: rechazo en las marchas a quien no protestaban por la muerte de los policías sino de líderes sociales o de falsos positivos, fortalecimiento en las redes sociales de tendencias a favor del expresidente Álvaro Uribe Vélez, aplazamiento ad eternum de cualquier protesta contra la violencia policial del ESMAD, reducción de los espacios sociales de rechazo a medidas económicas del gobierno de Duque, ratificación del Fiscal en su puesto de trabajo.

Por otra parte, es cierto que el Gobierno de Duque nunca se reunió con el ELN, siempre buscó romper la Mesa, impuso una larga cadena de exigencias para reactivar el diálogo. Pero el ELN, en vez de apoyarse en sectores sociales que apoyamos la salida negociada, incluyendo un sector del gobierno anterior, optó por la actitud infantil del ataque. Inmensa contradicción entre pedir la participación de la sociedad para la paz, al tiempo de ser sordos al clamor de rechazo a los actos violentos.

Duque aprovecha su talante para regionalizar el hecho, formulando una encerrona al gobierno de Cuba y de Venezuela. Debemos recordar que es el Estado colombiano quien pidió a un grupo de países su acompañamiento en estos diálogos, bajo unas reglas de juego que incluyen incluso el posible rompimiento abrupto del proceso.

Buscar que los países acompañantes violen los pactos establecidos es colocar la diplomacia colombiana en el peor nivel, y sugerir que el respeto a lo pactado es complicidad con la guerrilla, es un acto ruin. Faltar a la palabra dada por Colombia a otro Estado en materia de los protocolos ante una ruptura intempestiva de la Mesa con el ELN, fortalece una corriente regional de opinión para aislar a Cuba y Venezuela.

El gobierno de Duque rompe la Mesa con el ELN y sin duda continuará con la tendencia de incumplirle a las FARC, tratará por todos los medios de torpedear a la Justicia Especial para la Paz, y renacerán las viejas tesis de la guerra contra el terror.

Ese invento de George Bush hijo, el de la guerra contra el terror, tiene varias narrativas: no hay causas para los conflictos armados, se trata de un enfrentamiento entre ciudadanos y terroristas, no aplica el DIH (aunque en el caso colombiano está contemplado en la Constitución), reduce el ejercicio de los derechos humanos, permite la calumnia y la Posverdad, controla los medios de comunicación, afecta la libertad de prensa, estigmatiza a todos los contradictores, define como terrorismo las acciones del contrario y justifica las propias, refuerza la noción de armar y organizar civiles, fortalece el nacionalismo, y, lo más importante, eleva la seguridad a un valor absoluto que permite la negación de todo lo demás.

Pero nada de esto es posible, sin una sociedad dispuesta a callar, mirar para otro lado, justificar ciertas violencias al tiempo que condena otras. Una sociedad que se convence de que el fin justifica los medios, una sociedad que está ahí: que votó contra la paz, que no votó contra la corrupción, que eligió al que dijo Uribe. Esa es la sociedad colombiana, y no es culpa solo de los medios de comunicación ni de la falta de información alternativa. Es que el fascismo, ese que se instaló entre 2002 y 2010 está ahí, vivo, resucitado.

Las sociedades de Alemania, Yugoslavia, Mali y Ruanda, enseñaron a crear un enemigo, a resucitar visiones cuasi-religiosas para declarar sus guerras, en justificar el exterminio (de judíos, de Tuareg y de tutsis), en organizar a la sociedad para que saliera a marchar contra la paz (Mali) en la formación de paramilitares (en Ruanda), para que se matara entre ella (Yugoslavia) o para apoyar ciegamente el camino de la guerra internacional (Alemania).

Eso somos. Negar esa realidad y creer que la política es de ángeles, es caer en la ingenuidad de que la paz se construye con abrazos. Desde esa realidad, vendrán días peores. El ELN le hizo la tarea a los uribistas: hacer trizas la paz.

El debate central hoy en Colombia es si optamos por la paz, con todas sus complejidades, u optamos por la guerra con todo su dolor. Ahora, debemos reconocer que en el Estado y las élites se impuso el regreso al uribismo y en el ELN el retorno a la barbarie. En la sociedad, derechizada y eclipsada por la guerra, los que venimos defendiendo la salida negociada quedamos aún más aislados.