Víctor de Currea-Lugo | 14 de diciembre de 2014
El proceso de paz incluyó una Asamblea Constituyente en la que los rebeldes maoístas ganaron la mayoría absoluta, pero luego sucumbieron entre el pragmatismo político, la corrupción y la sed de poder.
Nepal es un pequeño país (de menos de 150.000 kilómetros cuadrados) anclado entre India y China; cuna de la famosa cordillera del Himalaya y del monte Everest: la montaña más alta del mundo. Ni su tradición hinduista ni su reinado centenario impidieron la guerra de la que el país apenas se repone.
Entre 1996 y 2006 Nepal sufrió un conflicto armado que empezó con la proclama de la “Agenda de los 40 puntos”, liderada por el Partido Comunista de Nepal (maoísta) y que terminó gracias a un proceso de paz. La agenda cuestionaba el poder de India en la política interna nepalí y exigía justicia social en términos de salud, educación, e inclusión política y social.
El llamado Acuerdo de Paz Integral, permitió que los rebeldes crearan un partido político legal y que el país entrara en una nueva senda, por lo menos así se pensó en 2006. Un año antes, en 2005, finalizó la monarquía absoluta y las élites en el poder firmaron un acuerdo con los rebeldes maoístas, aunque tal acuerdo se estaba construyendo desde 2002.
Parte de la resolución del conflicto implicó la ubicación de los casi 19.000 rebeldes en cantones, bajo la supervisión de Naciones Unidas, donde estuvieron por varios años. 3.000 de ellos buscaron incorporarse a las Fuerzas Armadas, donde sólo fueron admitidos quienes cumplieran los requisitos exigidos para cualquier candidato y 1.578 se quedaron en el camino.
Los otros 15.630, que no buscaron la incorporación en el ejército, optaron por el “retiro voluntario” y recibieron un único pago por persona entre 5.000 y 8.000 dólares. Los menores de edad desmovilizados apenas recibieron 100 dólares, como “ayuda para el transporte” que les permitiera regresar a sus aldeas.
Ni la ayuda económica recibida ni la poca y básica capacitación recibida durante los años de acantonamiento fueron útiles para empezar un nuevo proyecto de vida, pues en los cursos participaron sólo el 36% de los acantonados, según una investigación en curso (todavía confidencial).
Si tenemos en cuenta que el 42% reportó estar como mínimo entre 5 y 7 años en la lucha armada y sumamos los años en los cantones, es fácil entender cómo perdieron su capacidad para hacer algo diferente a la guerra. Uno de los excombatientes dijo a uno de sus interlocutores cuando se le preguntó sobre sus habilidades: “yo soy muy hábil, he matado mucha gente”.
Es incluso, discutible, si el número de 19.000 combatientes era real, especialmente porque voces autorizadas no reconocen más de 3.000 rebeldes en armas y porque la inmensa mayoría se sumó al proceso de desmovilización en cosa de semanas. Paradójicamente, por fuera quedaron excluidos los “combatientes descalificados”: menores de edad, heridos de guerra y discapacitados, entre quienes habría porcentualmente más combatientes reales que en los desmovilizados de última hora (esto si aceptamos la versión de que un reclutamiento clientelar de última hora permitió llegar a casi 19.000 desmovilizados).
Parte del proceso de paz incluyó una Asamblea Constituyente donde los rebeldes, ahora como partido político legal, se hicieron con casi la mayoría absoluta en 2008. Pero esa Asamblea fracasó y en 2013 se llamó a una nueva Constituyente.
Los maoístas en el poder olvidaron su propia “Agenda de los 40 puntos” y de hecho se convirtieron en uno de los partidos políticos más ricos de la región. Tuvieron de 2008 a 2013, cinco años de oportunidad para implementar algo de lo que habían prometido a sus seguidores y hecho soñar a sus propios militantes y no lo hicieron. Sus banderas sucumbieron entre el pragmatismo político, la corrupción y la sed de poder.
Los desmovilizados rasos, además de no tener dinero ni capacitación, se sentían abandonados por su propio partido y (al principio) poco aceptados en las comunidades a donde se fueron a vivir. El estudio mostró que solo el 32% viajó a su lugar de origen y el resto a otras partes del país. Sin embargo, muchos observadores externos concuerdan que la llegada de excombatientes no ha representado problemas de seguridad para las comunidades receptoras, aunque los principales obstáculos para integrar en la comunidad a los antiguos rebeldes son sus bajos ingresos económicos y su débil capacitación.
Es innegable que las élites de Nepal sufrieron expropiaciones y ataques durante el conflicto, pero su poder económico no ha variado en el pos-acuerdo. Los ahora excombatientes solían hablar de una revolución del modelo económico que nunca se dio. Sus análisis de Nepal parecían más basados en slogans maoístas que en estudios de la realidad local y hoy la estructura de clases sociales se mantiene a pesar de la llegada de los rebeldes al poder. Aunque el 42% de los desmovilizados se sienten orgullosos de haber participado en la lucha armada, sólo el 29% de los entrevistados continúa apoyando a sus partidos políticos.
El conflicto dejó más de 10.000 muertos, viudas, heridos de guerra, huérfanos y muchas frustraciones. Muchos desmovilizados hacen fila para obtener el pasaporte que les permita irse de trabajadores a otros países, de mano de obra barata. Según el mismo estudio, 68% se encuentran desempleados, en un país que tiene una tasa de desempleo del 46%.
Curiosamente, los exrebeldes no han formado bandas delincuenciales como sí se ha observado en otras guerras. Ellos, los combatientes rasos que creyeron en el sueño maoísta y en las promesas de sus líderes y, al final, perdieron en la guerra y perdieron en la paz.
Publicado originalmente en El Espectador:https://www.elespectador.com/noticias/elmundo/nepal-los-errores-de-desmovilizacion-articulo-533093