Víctor de Currea-Lugo | 19 de diciembre de 2014
En Myanmar, también conocido como Birmania, gobierna una Junta Militar desde 1962. El país es productor del 70% de jade y 90% de rubíes a nivel mundial. El jade representó la quinta parte de sus exportaciones en un mercado mundial dominado por China. Las élites birmanas se refieren a China como “Paukphaw” (el país hermano), un calificativo que no se utiliza para ningún otro país. Hay una serie de conflictos de Birmania que involucran las tensiones étnicas contra los Rohingya (cerca de la frontera con Bangladesh) y el conflicto armado de la región de Kachin (cerca de la frontera con China). Con refugiados de Birmania, repasamos la dinámica de estos dos conflictos.
Rohingya, todo igual
Hace ya seis años que visité el pueblo Rohingya, en el occidente de Birmania. Hoy me encuentro de nuevo con ellos, como refugiados en Tailandia, con la misma agenda de asuntos pendientes: nacionalidad, libertad y trabajo.
Nacionalidad que les fue arrebatada por medio de una ley implementada en 1990, que los convierte en apátridas; libertad porque la falta de documentación y la imposición de permisos especiales les deja prácticamente solo su región para moverse (el Estado de Rakhine), siendo incluso castigados por viajar a la capital sin un permiso especial; y trabajo porque es una de las minorías más pobres: algunos ganan sólo 60 dólares al mes por un trabajo de tiempo completo.
Ni ellos saben cuántos son exactamente pero me dicen que superan el millón de personas viviendo en Birmania y podría haber millón y medio viviendo en el exilio. Aunque no todos son musulmanes, la islamofobia ha contribuido a su segregación en Birmania, siendo sus principales perseguidores los militares y los budistas, esto último resulta extraño en Occidente donde se asume tan fácilmente los tópicos de la bondad de los budistas y la violencia de los musulmanes. Convertidos en apátridas, están desamparados ante la extorsión, la violencia oficial, la destrucción de casas, la expulsión de sus tierras, el trabajo forzado, y todo tipo de abusos.
Recuerdo que visité un cementerio de ellos convertido en lugar para pastar ganado y una de sus mezquitas fue destruida hasta los cimientos mientras otra fue convertida en estación de bomberos. La organización más temida sigue siendo la autoridad de migración, conocida como NaSaKa, responsable de la mayoría de violaciones de derechos humanos. Esta institución, creada en 1992, existe solo en el Estado de Rakhine, hogar de los Rohingya.
Me cuentan que las autoridades a veces borran nombres de familiares de los registros oficiales y luego los vuelven a incorporar a cambio de dinero; los Rohingya deben pagar por todo: desde las visitas a las cárceles hasta el paso de alimentos en los puestos de control. Para viajar incluso de un pueblo a otro, los Rohingya necesitan un permiso, lo que no se exige a otros grupos en la región como los budistas. Y para contraer matrimonio deben pagar una alta suma de dinero (lo que frena notoriamente los matrimonios). Lo peor es que castigan con varios años de cárcel tener hijos sin estar casados: una práctica que raya en lo genocida.
Los refugiados se quejan de que la discriminación en su contra pareciera ser lo único común al resto de fuerzas políticas de Birmania. Algunos me dicen con tristeza que tuvieron un rayo de esperanza en la líder Aung San Suu Kyi, premio Nobel de Paz en 1991 y quien poco o nada dice de los Rohingya.
Como si fuera poco, se consolida un gasoducto que atraviesa toda Birmania desde la tierra de los Rohingya hasta Kachin (2.806 km) y que constituye una obra estratégica para China. Esta construcción se ha visto salpicada por los casos de confiscación de tierras, desplazamiento, detención arbitraria, torturas, trabajos forzados, así como el aumento de tensiones entre comunidades.
Huyendo de toda esa realidad, los Rohingya buscan refugio desde 1991, especialmente hacia la cercana Bangladesh (hoy prácticamente cerrada para ellos), mientras otros se han aventurado en botes hasta Tailandia, Indonesia y Malasia, donde no son bienvenidos. Ni en casa ni fuera de ella los Rohingya encuentran paz, pero tampoco optan por la guerra.
La guerra en Kachin
La región de Kachin vive un conflicto entre el gobierno y la Organización de Independencia de Kachin que cuenta con su brazo armado (el Ejército de Independencia de Kachin, KIA) creado en 1961. Los rebeldes han mantenido el control durante años en muchas zonas rurales. Sus banderas iniciales fueron la independencia de la región, luego su autonomía y ahora se decantan por un Estado federal.
La economía del Estado de Kachin depende de compañías extranjeras, la mayoría chinas, siendo las más rentables las relacionadas con la industria minera de jade y oro, tanto por los precios internacionales de los productos, como por el irrisorio pago a la mano de obra local. Las minas de jade que conocí eran un hervidero de gente buscando el sustento y viviendo en ranchos cercanos.
Estas explotaciones se beneficiaron de la decisión de la Junta Militar en 1988 de abrir la economía a la inversión extranjera. Y desde 1990, la industria local minera se mecanizó por la presencia de empresas internacionales y el apoyo de nuevas legislaciones. Las áreas mineras tienen su propia micro-economía basada en la poca paga que reciben los mineros, la explotación sexual, el tráfico de drogas y altos niveles de corrupción, me confirman los refugiados entrevistados.
La salud de la población local es muy precaria: enfermedades respiratorias asociadas con la exposición a la minería sin protección y una altísima tasa de VIH-Sida entre trabajadores que comparten jeringas para el consumo de heroína, práctica que observé en las minas y que los refugiados me confirman sigue siendo común. La actividad minera produce un alto riesgo de exposición de la población general a mercurio y cianuro que contaminan aguas y peces. Hay frecuentes rumores sobre recién nacidos con malformaciones, pero por los controles oficiales es casi imposible demostrar su relación con la industria minera.
Las zonas mineras están directamente controladas por los militares, dando una enorme ganancia a empresas chinas con un impacto ambiental y social elevado. Lo paradójico es que China apoya tanto a los rebeldes como al gobierno de Birmania, y todos se lucran de la minería. Esa ventaja otorgada a China es compensada con el apoyo incondicional de Pekín a los militares birmanos y el suministro de material de guerra desde 1988.
De tiempo en tiempo la tregua se rompe, las partes se acusan mutuamente, los civiles resultan afectados en medio de las hostilidades y se vuelve a una tregua tan frágil como antes de que se rompiera. Es un juego macabro que deja muertos. Así ha ocurrido, me dicen, en los últimos 20 años.
En la nueva coyuntura, la Junta Militar apuesta por ciertas reformas aparentemente prodemocráticas (cosméticas, según la oposición), con el fin de, entre otras cosas, mejorar la inversión extranjera. Pero ni liberar a la Premio Nobel, Suu Kyi, ni abrirse al mercado han tenido un impacto en la realidad birmana. Los tratados de derechos humanos son una lista que Birmania viola sistemáticamente, tanto contra las minorías, como los Rohingya; como en las zonas de conflicto armado, como en Kachin.
El papel de China, como aliado político y uno de los principales socios económicos de Birmania, es determinante. Pero a la agenda china no le preocupa la situación de derechos humanos. China apoya a los rebeldes de Kachin para facilitar su extracción minera y no oye las críticas de los Rohingya sobre el gasoducto, con lo cual China ayuda más a los conflictos que a la paz. Hoy los militares sonríen, la comunidad internacional se conforma con los pequeños cambios, China sigue con sus negocios y los birmanos siguen abandonados a su suerte.
Publicado originalmente en El Espectador: https://www.elespectador.com/noticias/el-mundo/los-conflictos-de-birmania/