Víctor de Currea-Lugo | 31 de agosto de 2016
De niño, religiosamente íbamos con mi familia a misa los domingos, en horas de la mañana. Siempre era el mismo ritual. Había algunos cambios en Semana Santa y Navidad, pero aun así todo era predecible.
Rezar, teóricamente, fortalecía la fe en la doctrina y la confianza en la Iglesia. Repetir el cántico y entonar la oración nos hacía sentirnos parte de algo, y no de cualquier algo sino del pueblo escogido, de los seleccionados por el mismo Dios, el omnipotente. La letanías pasaban como volando de boca en boca, y los abrazos y los saludos durante el ritual confirmaban que estábamos entre los llamados.
Al salir de misa no éramos diferentes, pero nos creíamos mejores. Supongo que eso pasa en todas las religiones. Afuera estaba el pueblo, los otros, tal vez allí entre ellos, entre esas masa que cruzaba las calles, habría algunos de nosotros, los convocados, camuflados entre la multitud.
Afuera había otros cánticos y otras plegarias, pero sabíamos que las nuestras eran las válidas, así lo creíamos muy internamente y sonreíamos con esa certeza entre los labios. Al salir, conservábamos algo del olor del incienso y hasta un poco del brillo de las luces de las velas que prendimos a nuestros santos. Era como tener una insignia o un código secreto.
Caminábamos sabiendo que ese santoral de nuestro altar estaba sin duda alguna de nuestro lado, que nosotros sí interpretábamos bien el libro sagrado, que teníamos la verdad. Las discusiones sobre la realidad apenas nos tocaban. La realidad era mundana, temporal y totalmente explicable desde nuestros textos sagrados, aunque esos libros no fueran del todo claros.
Lo que pasaba entre misa y misa, entre domingo y domingo, no importaba. Como dice el refrán: el que peca y reza empata. Lo importante era ser parte de la cofradía, asistir al ritual, reconocer el poder del guía espiritual, balbucear la oración, tararear el cántico y, sobre todo, saberse distinguir de los otros, los que no son el prójimo, los que no son los llamados. Algunos optaban por cierta vestimenta y otros simplemente por collares para remarcar dicha distinción.
A los pocos años dejé de creer en dioses y en misas, en el poder del incienso y de las aguas benditas. Rara vez piso una iglesia, a no ser por razones turísticas. Pero allí siguen los rezos y los cánticos. Muchas veces así es la izquierda que también tiene la amenaza de la excomunión.