Víctor de Currea-Lugo | 18 de mayo de 2024
Una de las palabras de origen árabe más arraigada entre los hablantes del español es “ojalá”, que traduce “Si Dios quiere”. Decir “ojalá” es un canto a la esperanza, una demostración de que la gente se aferra más al corazón que a la razón, ya sea en Colombia o en Palestina.
Sin entrar a discutir la existencia de Dios ni su justeza, todas esas palabras de buenas intenciones comparten la fe de que las palabras pueden cambiar la realidad. Cuando decimos a alguien “que le vaya bien” es porque hay un deseo de lo dicho; pero, además, una convicción, por pequeña que sea, de que decirlo ayuda.
Una amiga solía llamar a eso “decretar”. Y no importa si ese decretar toca la realidad o se impone el apabullante manojo de pruebas que demuestran que no es así. Decretar, desear, enunciar es un acto que refleja el espíritu mágico de la humanidad.
Decirle a un moribundo “que se mejore” tiene que ver con que, más allá de la evidencia, pesa en el ser humano la creencia de que la fe mueve montañas, de que las cadenas de oración en algo ayudan, de que las cadenas de afectos sirven para algo.
No es un debate racional, porque “decretar” tampoco lo es. Es la convicción de que el deseo es un fuerza muy poderosa. Creo que cuando decimos “feliz cumpleaños” queremos que esa persona la pase bien, por lo menos ese día. Y lo mismo cuando decimos “feliz año”. También para las cosas malas tenemos fe en las palabras.
Hay quienes buscan un sincretismo vacuo al echar mano de la predisposición mental de los enfermos de cáncer frente a sus enfermedades o del efecto placebo. Pero, como la fe, por definición, no es del ámbito de las razones, poco importan tales sincretismos.
Cuando los musulmanes dicen “Allah uak bar” (Dios es el más grande) o cuando mi abuela decía “vaya usted con Dios”, algo sucede más allá de la razón. Pero ya sabemos que decir agua no calma la sed así como decir comida no calma el hambre; entonces, no basta con apoyar al equipo para que este haga goles.
Ojalá entendiéramos
Por eso muchos combinan el medicamento y la oración; algunas, acciones y una súplica; una ayuda y un deseo explícito de ayuda. El problema, dicen los que se mueven por la fe, es que los médicos no creen y, entonces, fracasan por reducir todo a la razón.
Muy pocos aceptan lo contrario: que quedarse en la fe, con las narrativas y la enunciación, es un riesgo; uno muy grande. Decir “todo saldrá bien”, “tú puedes hacerlo”, “mañana será mejor” no sirven por sí solo.
Estamos en una fase mundial en la cual la inmensa mayoría enajenada no tiene tiempo para esas reflexiones, y solo dice “ojalá” con esperanza y hasta con algo de desafío al mundo que nos tocó vivir.
Y algunos, de los que tienen tiempo para pensar pensamientos y decir cosas, han optado por dejar de lado, por completo, la razón, atrincherándose en la fe y la palabra, como si bastara con “decretar” que se acabe el genocidio en Palestina.
“Decretar” se ha vuelto más y más masivo con los likes de las redes sociales. El problema es cuando creemos que solo basta “decretar”, que solo basta un comunicado para exorcizar la realidad, que es suficiente la tribuna y no la calle, que es mejor un decreto que una acción, que una norma por si sola cambia el mundo, que una cita nos exime, que un discurso nos condena.
Hasta viejos leninistas insisten en la frase “decir también es un hacer”, mientras acusan a los que hacen de pragmatismo, de asistencialismo, de tareismo, cuando, según ellos, debemos hacer una reflexión sesuda en mitad del tsunami.
Un niño con hambre en Gaza no necesita en este momento un discurso sobre los derechos que les prometen -y no cumplen-, como los Convenios de Ginebra; necesita un plato de comida, necesita un calmante, una mano real.
Creo que, además, el “ojalá” funciona ante quienes también aceptan el valor de las palabras, de la oración o de la plegaria; ese no es el caso de Israel al que ni siquiera le importa lo que diga el derecho, mucho menos lo que diga una súplica. Y escoger métodos que sean ineficaces no es un problema de Israel sino de quienes lo enfrentan.
Y así vamos por el mundo: renunciando a la práctica, atrincherados en el «ojalá» como si fuera la única opción, y luego nos quejamos de que el like de las redes sociales no acabó el hambre en África, ni el comunicado evitó la matanza. La discusión semántica nos ha hecho esclavos de la “banalidad del bien”. Ojalá entendiéramos que solo decir no es suficiente.
PD: los pocos burócratas que entienden que hay que pasar de la palabra a la acción a veces creen que escribir es un hacer. HEHF. Ahora, lo importante es el anuncio del hecho y no el hecho mismo. Fin del comunicado.