De las revueltas árabes a la protesta en Colombia.

Por  Víctor de Currea-Lugo  / diciembre de 2019

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Al caminar por el Parque de los Hippies en Bogotá, el primer sábado de paro nacional en la noche, tuve el mismo sentimiento que me acompañó en la plaza Tahrir, de El Cairo, hace ya más de 8 años. Ese mismo aire de calle y de lucha visto en Damasco, Amán, Túnez y Bagdad. Y ahora evocado en las calles colombianas, pero también en otros puntos del continente, como Ecuador y Chile.

Claro que hay diferencias y no puede crearse igualdades donde no las hay, pero tampoco puede hablarse de una especificidad que no nos permita comparar las luchas sociales. Por ejemplo, en ambos casos, las personas jóvenes han dicho: perdimos el miedo. La lista de coincidencias no significa que en todos los casos tuvieron la misma intensidad, pero sí que compartieron elementos que deben servir a las personas manifestantes en Colombia para no cometer los mismos errores.

Cuando la cosa empezó en Túnez, estaba relacionada de manera directa con el nivel de desempleo y de privatizaciones de empresas públicas. Y para algunos, la solución era una reforma que ahondaba en el neoliberalismo. Esa torpeza mostraba la incapacidad de entender la protesta, por parte de las élites. En Colombia, Chile y Ecuador, es el neoliberalismo el responsable de las protestas. La gente no trataba en el mundo árabe, ni trata en América Latina, de tomar el poder para “instaurar el socialismo” sino que exige Estado Social de Derecho.

Pero del lado opositor la protesta también los cogió desprevenidos. En Egipto pasaron como tres días ante que la Hermandad Musulmana entendiera lo que empezó a suceder, en enero de 2011. Luego de esto, se volcaron a las calles y ese nuevo apoyo incluía un riesgo: al sumarse una organización tan poderosa, tratara de apropiarse de la protesta, como efectivamente sucedió. Claro que había, en todo caso, una tradición de oposición de la Hermandad que le permitió tener legitimidad para sumarse a la protesta, pero no para creerse el dueño, lo que son dos cosas diferentes. En Jordania, la gente rechazó la presencia de banderas partidistas.

Muchas consignas apuntaban a mensajes simples: libertad, pan y dignidad. Un grafiti en una pared de El Cairo decía “Quiero ver un presidente diferente antes de morirme”. Es decir, más allá de una clara agenda de libertades públicas y de políticas sociales, había un rechazo a una forma anacrónica y enquistada de manejar el Estado. La agenda de los árabes estuvo primordialmente centrada en lo que llamamos derechos humanos, tanto políticos como económicos y sociales, pero no limitada es esto: había una expresión de rabia acumulada, con mucha justificación. El proceso no es espontáneo, es el acumulado de años. Así se explican los gritos en los estadios colombianos contra Uribe: no se trata de un rechazo solo a Duque sino, principalmente, a la forma de hacer política de las últimas décadas.

La calle árabe en ese momento era un derroche de fiesta, como ahora en Colombia. Las marchas no son de una vanguardia proletaria, sino de un cúmulo variopinto de expresiones sociales, donde la clase media pesa y mucho. Insisto, no eran viejas marchas con más gente, sino una dinámica política nueva, con una generación volcada a la calle, la juventud, la verdadera dueña de las protestas. Ese es el primer reto, leer esta realidad desde su novedad discursiva, desde su capacidad de convocatoria, desde sus formas creativas. En Colombia los cacerolazos y hasta la Sinfónica en la calle, son muestras de ello. Y una protesta nueva no puede ser canalizada por formatos viejos de negociación, ni de organización.

Las redes sociales jugaron en Egipto y Túnez un papel central de convocatoria, pero también había grupos en Facebook a favor del gobierno, los muertos fueron reales (como en Colombia) y la protesta pasó del “like” a la calle. Ante el monopolio de los canales de comunicación por parte de las élites (tanto en el mundo árabe como en Latinoamérica), la información en redes jugó un espacio de contrainformación.

Hay una gran diferencia en relación con ir más allá de contexto nacional. En el mundo árabe (llamado por algunos una sola nación dividida en varios países) hay una sensación de identidad trasnacional, aunque en declive. En América Latina hay más una identidad asociada y limitada al país, la idea de la “patria grande” no va más allá de ciertos círculos. Un colombiano promedio sigue percibiendo Venezuela como algo ajeno y hasta opuesto a su identidad. Pero la idea de satanizar al extranjero, se ve en Colombia: los malos son los venezolanos, como Gadafi satanizó a los migrantes negros llegados a Libia de Chad y Sudán, entre otros países de la región.

Los militares en el mundo árabe se rompieron: en Egipto la policía y el Ejército quedaron en bandos diferentes, y en Siria una parte del Ejército tomó las armas en 2011. En Colombia están los videos que circulan de soldados que apoyan el paro, pero no se ve una fractura que permita que una parte de la Fuerza Pública apoye como tal el paro. Al contrario, lo que se ve es un sector de militares en retiro que llaman es a aumentar la represión. En Colombia, el problema central no es el de los casos aislados, sino el de la doctrina militar.

Pero lo que sí es común es el uso excesivo de la fuerza en todos los contextos. En Egipto se produjeron torturas incluso a plena luz del día en las calles de El Cairo contra manifestantes. En Los demás contextos, el uso de la violencia por parte del Estado era justificada por los sectores progubernamentales. La represión de la policía dejó varios muertos en Túnez, más de 800 en Egipto e incontables en Libia y Siria, estos dos últimos escenarios terminaron en guerras internas.

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El uso de fuerzas paramilitares se vio claramente en Siria desde el comienzo de las revueltas: los “Shabbiha”, quienes en alianza con las tropas oficiales trataron de contener, mediante el terror, las protestas. En Colombia, hay sectores de extrema derecha que han hecho llamados a la organización de autodefensas (o su equivalente) con el fin de enfrentar las manifestaciones, dentro de la lógica de la Guerra Fría.

Una línea discursiva marcada por parte de los gobiernos árabes fue presentar las revueltas como fruto de una conspiración internacional. En Colombia primero se intentó decir que era orden de Maduro, luego del Foro de Sao Pablo, y se terminó culpando a un líder de oposición: Gustavo Petro. Ese discurso, aunque obviamente inconsistente, no puede despreciarse, eso tiene un público y produce un impacto político, hay gente dispuesta a creer dichos discursos. La polarización beneficia, en últimas, a las élites.

Mientras la religión en Oriente Medio jugó un papel movilizador, y no solo de los musulmanes sino también, por ejemplo, de los cristianos coptos en Egipto, en Colombia y en toda la región las iglesias neo-cristianas se están moviendo en sentido opuesto, tratando de desmovilizar a la sociedad. La confrontación con los credos no ayuda, es mejor convencer que vencer.

Las protestas inicialmente fueron pacíficas y su radicalidad dependió del grado de agresión por parte del Estado. Las consignas fueron pasando de pedir reformas a exigir cambios de gobierno. En Colombia el Estado contribuyó a su radicalización, más que mediante la represión directa, mediante la infiltración de las marchas para provocar actos violentos. Los Estados juegan al desgaste combinada con represión.

En Egipto el sindicalismo era de bolsillo y las marchas permitieron la creación de nuevos sindicatos independientes. La sociedad civil siria emergió en los primeros momentos de la protesta, más allá de las organizaciones existentes. Es decir, las protestas crean escenarios para nuevas organizaciones que a su vez nutren la protesta.

La agenda de negociación no puede ser solamente la “tradicional” de ciertos sectores ampliada, tiene que reflejar la nueva forma en que la sociedad percibe la política. Se trata de una sumatoria de agendas superpuestas que no deben ser vistas desde la arrogancia de cierta lectura superior; hay que respetar lo que mueve a la gente.

El papel de las mujeres es no solo cuantitativamente determinante, sino cualitativamente. En el mundo árabe, un mundo muy duro para las reivindicaciones de género, las mujeres lograron demostrar que eran un sujeto político con reivindicaciones propias. En Colombia las marchas del 25N fueron la demostración de esto. Pero más allá del reconocimiento en las calles, urge su reconocimiento en las mesas y en las agendas.

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El desgaste de las marchas implica, tanto en el mundo árabe como en Colombia, la permanente formulación creativa de nuevas formas de protesta. También implica la necesidad de momentos de reflexión asamblearia. Incluso, de articulación o de coordinación entre las fuerzas sociales y políticas. Esta articulación debe ser lo más incluyente posible, porque esas pequeñas rupturas, fruto de caudillismos y de vanguardismos, hace tanto o más daño que la represión policial. El oportunismo a veces más que un merito propio es un reflejo de la debilidad del movimiento social.

Las elecciones nacionales posrevueltas fueron ganadas en Egipto por un partido que recogió la agenda de las calles, aunque después la haya traicionado, al faltar a sus promesas electorales de crear un gobierno multisectorial; en Túnez fue una coalición y allí el experimento ha sido positivo a pesar de muchos problemas; en Libia fue una coalición la que ganó las elecciones, pero las tensiones internas no permitieron la consolidación de dicho triunfo. Allí mismo, la expectativa social frente a las elecciones fue abrumadora. En Siria, parte del fracaso, tuvo que ver con la gran división de la oposición.

Más allá del proceso electoral, el reto tanto del mundo árabe como de Colombia es la creación (o fortalecimiento) de una nueva cultura política, del espíritu colectivo. La ausencia de esa cultura y de una mínima coordinación, lleva a que las marchas se desgasten. El germen de esa cultura política se ve en la creatividad de las expresiones de protesta. Parte de ello es la formulación de expresiones sencillas y contundentes que juegan un papel movilizador, así como un mensaje mediático de fácil asimilación.

Las organizaciones armadas de la región, especialmente las más radicales, estuvieron aisladas. La gente no se sintió representadas en sus acciones. El ejercicio democrático desplazó la violencia aislada de los grupos. Pero una vez las marchas fracasaron en sus intentos, hubo un resurgir de la violencia. Las acciones de las mal llamadas disidencias en Cauca, Colombia, contribuyen a quienes desean criminalizar la protesta social.

Una de las cartas jugadas por los gobiernos árabes, fue la de nombrar remplazos que siguieran haciendo lo mismo. Por ejemplo, en Túnez se trató de poner una cara nueva con una política vieja para calmar los ánimos y desmovilizar a la gente. En Siria, el gobierno llamó a un diálogo social con la “oposición” cercana, tratando de romper la sociedad entre los racionales y amigos del diálogo y los “radicales”.

Un intento no logrado en el mundo árabe fue tratar que el debate fuera sobre las formas de lucha, para desviar el debate de la agenda de fondo. Así mismo, de las consecuencias de la protesta, antes que en las causas. Esto último tuvo su impacto en Egipto: se vendió la idea de que la protesta afectaba al turismo y que ese era el problema, con lo cual bastaba levantar las marchas para recuperarlo, sin que se hiciera mención a la situación económica y social que dieron origen a las protestas. En Colombia se ha hecho un gran énfasis en las consecuencias económicas del paro, pero no en sus causas.

Los procesos históricos son largos, pero el tiempo de las personas quieren respuestas inmediatas. Por eso, en el desespero ante el fracaso inicial de algunos procesos, las salidas autoritarias ganan adeptos. Por eso, el Ejército egipcio aparece en 2013 como el gran salvador del país. Incluso, por eso algunos en Siria se incorporaron al Estado Islámico, al tiempo que el gobierno se presentaba como “el mal menor” frente al surgimiento del Estado Islámico.

Un debate vivido en el mundo árabe era sobre la pertinencia de una constituyente. La llamada desde la calle a cambios de gobierno y de las formas cómo funciona el Estado, alimentan dicha pertinencia. Sin embargo, esto no es garantía de nada. Mohamed VI, el rey de Marruecos, de manera creativa satisfizo prácticamente todas las peticiones de la gente, incluso cambió el régimen a una monarquía parlamentaria. Es decir, el problema no solo es de formas, sino de consecuencias.

En todo caso, las manifestaciones (de ninguna manera subvaloradas ni ridiculizadas) tienen también un componente de fetiche, en el cual se considera que basta la presencia de miles de personas en la calle para lograr sus objetivos (en este sentido es aún mayor fetiche el uso de las llamadas redes sociales). Túnez y Egipto (2011) demostraron el peso de la movilización social, Siria (2011) demostró sus limitaciones y Egipto (2013) demostró su inutilidad. A veces no basta tener buenas ideas, sino que es necesario contar con nuevas formas de desarrollar el activismo político cuando las formas tradicionales se desgastan.

Bibliografía recomendada:

Para adentrarse en los detalles de estos temas, recomiendo leer mis trabajos, en los siguientes links:

Nueve lecciones (preliminares) de las revueltas árabes a los movimientos sociales

Questioning mono-causal perceptions of the Arab revolts

Vueltas y revueltas del mundo árabe en 2011

¿Qué pasó Habibi? O los siete pecados de las Revueltas Árabes

Fotografías: Víctor de Currea-Lugo

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Publicado en: Revista Izquierdo N°81 (diciembre de 2019), pp. 13-21