Víctor de Currea-Lugo | 16 de mayo de 2020
Según fuentes de prensa, Alejandro Montoya, conocido como “el Gallero” murió en los bombardeos del Ejército en el sur de Bolívar en días pasados. Lo conocí siendo yo periodista, investigador y activista por la paz, durante los diálogos en Quito, entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el gobierno colombiano.
Allí, después de un almuerzo con la Delegación del ELN, en abril de 2017, Gallero empezó a contar el relato del tigre, nombrado así, en singular, aunque se refería al plural que puebla las selvas colombianas. Luego saltó a otras historias de su vida armada, lo que me impulsó a entrevistar a todos los miembros de la Delegación, dando origen a un libro titulado “Historias de guerra para tiempos de paz”, publicado por editorial Planeta en enero de 2018 (http://victordecurrealugo.com/los-secretos-del-eln/)
El libro llegó a manos de miembros de la Delegación del Gobierno, del expresidente Samper y del entonces presidente Santos, a quienes siempre invité a estudiar al “ELN real” desde sus propias voces, y no el que se construye por fuentes secundarias. Si bien en el libro no hay mención sobre quién contó que historia, porque la idea era tener una voz colectiva, recuerdo que ésta en particular me la contó Alejandro Montoya, el Gallero.
Protegiendo a la comunidad frente a los paras
En esa época yo estaba en el sur de Bolívar cuando llegó el auge del paramilitarismo a la zona, en el año 1998. La primera incursión la hicieron por el lado de Cerro Burgos hacia Simití. En Cerro Burgos se dio una historia triste; allí había un compañero, el campesino Andrés Molina, que era de un pueblito de San Luis, que pertenece a Simití. Al compañero lo tenían los paramilitares y el gobierno, como colaborador de la guerrilla.
Quince días antes se le dijo a la comunidad que tuviera cuidado, que de todas maneras había una amenaza de paramilitarismo y Andrés se quiso trasladar para Cerro Burgos, él tenía allá una cantina y una escopeta. Dijo que, si llegaban ahí, él se hacía matar, pero que no podía abandonar su negocio.
Efectivamente, como a los quince días llegaron los paramilitares y fueron directo a la casa de él, donde tenía el negocio y la cantina. Él los estaba esperando y con la escopeta al primero que mató fue al de la metra, mató dos más, hirió a dos más y los paramilitares viendo que no podían sacarlo, le metieron granadas a la casa y lo quemaron vivo. Esa fue la historia de Molina, la primera incursión paramilitar y ese fue el primer muerto campesino que hubo en el sur de Bolívar.
Después, en San Pablo, sur de Bolívar, mataron catorce civiles, pura gente inocente, gente que no tenía ninguna relación con la guerrilla, ahí murió el rector del colegio de bachillerato, murió una señora que estaba embarazada, murió un exalcalde, Vicente Guaitero.
Los paramilitares iniciaron la incursión por Simití hacia San Blas montando bases militares, una sobre el río y otra sobre San Blas. El jefe de los paramilitares de ese momento era un tal Santander, que era un capitán del Ejército, del Batallón Guanes. Llegaron doscientos hombres a esa zona, ellos militarmente no tenían la inteligencia y subvaloraron la capacidad de la guerrilla y se metieron.
Nosotros en la primera operación conjunta con los compañeros de Farc, del Frente 24, en un combate sobre el río entre San Blas y Monterrey, dimos de baja a 37 paramilitares, otros se tiraron al río. Eso fue un combate como de una hora, de seis a siete de la mañana. Los cadáveres los recogimos y los llevamos a Monterrey, se entregaron a la Cruz Roja; no nos dimos cuenta que en ese lote de cadáveres iba el capitán muerto, pues nadie lo conocía. La Cruz Roja traslada esos cadáveres a San Pablo, le dan sepultura y el Ejército en la noche se roba los cadáveres de cuatro de los suyos, antiguos, que eran el capitán y tres más de los que nunca supimos el rango que tenían.
A raíz de ese golpe ellos quedan prácticamente aniquilados, entonces se refuerzan por el lado de Santander, por Papayal se cruzan la vía de San Pablo y lo hacen con cuatro mil hombres apoyados por Ejército, con helicópteros; es allí donde ellos retoman el plan de hacer bases paramilitares. Montaron bases en San Blas, en Buena Vista, en Pueblo Nuevo, en Monterrey, en Pozo Azul… Montaron diez bases en la zona y comenzaron a amenazar los caseríos.
Ellos llegaron al sur de Bolívar y encontraron una guerrilla fuerte y unas comunidades organizadas; venían de Córdoba, donde el EPL se había desmovilizado y muchos mandos terminaron uniéndose a ellos. En el nuevo teatro de operaciones se les complicaba accionar. Tenían que comenzar a operar en unidades más grandes que los hacían más visibles, muy pesadas para el movimiento y eran muy fácil de detectar.
Nosotros ante eso hicimos un cambio en nuestra operatividad, conformamos una unidad móvil de mil hombres permanentes y comenzamos a tumbar base por base. Ellos con esas unidades grandes apoyadas por el Ejército, lo primero que hicieron fue una incursión al Paraíso, a ese caserío los paramilitares llegan con un desertor de ELN, un compañero que se había retirado hace muchos años, quien conocía mucho esa zona.
Logramos evacuar la población del caserío dos días antes de la llegada de los paramilitares. Sacaron todo: sus animalitos, sus gallinas. Los retiramos hacia la montaña y a dormir en el monte. La zona, además, estaba en un bloqueo económico por parte del Ejército: no dejaban entrar comida, drogas, botas, porque supuestamente todo eso era para la guerrilla.
Cuando eso se da, nosotros terminamos con unos 450 civiles entre niños, ancianos, mujeres en un campamento provisional para toda esa gente que se estaba desplazando. El problema fueron las carpas, entonces nos tocó despojarnos de las carpas, de los equipos de campaña para alojar a los campesinos, la comida nuestra dársela. Lo que más escaseaba era la panela, la leche se la dimos a las mujeres que estaban amamantando niños de un año, de seis meses.
Recuerdo mucho la historia de un niño como de cinco años que, en toda esa carrera, se le quedaron las botas, entonces como no las encontrábamos dijo que: esos malditos paramilitares no se las habían dejado sacar y le había tocado salir a pie limpio, pero él lo decía riéndose con inocencia, pero sí sentía por lo que estaba pasando.
Los que tenían tiendas caminaban cargando su termito vendiendo la gaseosa, los panes y montaban una tiendita con las carpas de nosotros: vendían su librita de arroz, su frasco de aceite; trasladaron todo y se movían con su tienda de un sector a otro. Había un presidente de la Junta de Acción Comunal que seguía ejerciendo y se encargaba de organizar su gente, de estar pendiente de las comidas: una res diaria para los civiles y dos para la fuerza nuestra. La partera seguía pendiente de sus tareas; de los médicos que teníamos, pusimos a dos al servicio de los compañeros y de los civiles.
Fuera de eso nos tocó dedicar dos compañías, de más o menos trescientos hombres, para la seguridad de ese campamento. El miedo era grande y todo era posible; pero nosotros dejamos que las comunidades siguieran llevando su vida normal, que ellos también definieran: ir a ver la vaca que se les había quedado, al caballo; entonces salían y entraban unos en la madrugada otros en la noche porque no podían andar de día.
Esos momentos eran de muchas operaciones, creo que en esa época llegamos a tener días donde hubo veinte combates en diferentes flancos porque el teatro de operaciones era amplio, era de tres municipios: Simití, San Pablo y Cantagallo.
Los paramilitares seguían quemando los caseríos y nosotros retornábamos para ayudar a reconstruir el pueblo: una o dos compañías cargaban tablas de la montaña para volver a hacer el ranchito porque la gente no podía permanecer todo el tiempo en las montañas, debían volver a su casa. Eso se hizo como en tres o cuatro ocasiones. La gente tenía organizado todo para cuando tocaba salir, ya la gente mantenía las cosas en unos costales para cuando sonaban tiros, la gente comenzaba a moverse, ya sabían para donde, todo el mundo estaba preparado.
Los civiles apoyaron: se encargaban de hacer comida y llevarles a las unidades que estaban en la seguridad, a las campesinas se les veía con el calderado de arroz yendo para donde estaban los guerrilleros; ayudaban a atender los heridos que teníamos porque llegamos a tener hasta cincuenta heridos en un campamento; nos ayudaban a enterrar los muertos.
Creo que la guerra es también la parte humana donde se expresan todos los sentimientos. Ellos, los campesinos, sentían que la guerrilla los estaba defendiendo y nosotros que esa era nuestra obligación, porque era nuestro pueblo. Más que los civiles, era también la zona donde había abuelos, tíos, padrinos, comadres, ahijados; una zona donde ha sido histórica la organización.
Las cuestiones logísticas para 450 personas nos tomaron por sorpresa porque ya no teníamos la fuerza de la unidad guerrillera, ahora eran civiles y la prioridad eran ellos. Precisamente la orden del Comando Central era que podrían morir guerrilleros, pero que no muriera un civil. Los paramilitares no pudieron hacer masacres en el caserío que quemaron; resultaron guerrilleros heridos y muertos, pero no pudieron matar ningún civil, a todos los logramos sacar a la montaña.