Víctor de Currea-Lugo | 16 de mayo de 2021
Hace varios años, un grupo de campesinos productores de cebollas colombianos, muy preocupado por la importación de productos agrícolas derivada de los tratados de libre comercio, decidió protestar; así mismo nació este paro nacional.
Empezaron con reuniones, llamados a la prensa, comunicados a las autoridades, denuncias ante la comunidad e indignación, mucha indignación. Todas esas reuniones y declaraciones y denuncias, no sirvieron para mucho. Algunos, como buenos católicos, incluían sus demandas en las oraciones. Otros, como buenos izquierdistas, ponen las cebollas en el marco del neoliberalismo actual.
Al final, pasaron de la indignación a la protesta y, cansados del fracaso de las formalidades, regaron miles y miles de cebollas para bloquear las carreteras. La prensa dijo que se trataba de actos vandálicos; el Estado, que esa no era la forma; y la policía se le fue encima.
Todos hemos oído de las teorías de Gandhi y, en estos debates, no falta quien nos recuerde la frase cristiana de poner la otra mejilla. Claro, no es un debate de citas ni de autores, pero vale la pena en este momento recordar a Nelson Mandela, quien dicho sea de paso es presentado entre neófitos como un pacifista, olvidando que compró armas, organizó milicias y realizó atentados.
Como estamos en un país de susceptibles, paranoicos y de miembros de una generación de cristal (que creo ya no son los jóvenes sino un poco de adultos asustados), debo aclarar que mi comentario anterior es para desmentir el pacifismo ingenuo que le acuñan a Mandela. De ninguna manera es una invitación a la guerra.
Mandela dijo: “La resistencia no violenta pasiva es eficaz siempre que su oposición se adhiere a las mismas reglas que usted tiene. Pero si la protesta pacífica se enfrenta con la violencia, su eficacia termina. Para mí, la no violencia no era un principio moral sino una estrategia, no hay bondad moral en el uso de un arma ineficaz”.
Volvamos a las cebollas, ¿podríamos decirle a un campesino, que ha producido honradamente una cosecha, que confía en que hay un mercado para sus productos, que sin duda paga impuestos a las buenas o las malas, simplemente que la “protesta sí, pero el bloqueo no”?
El problema no es el de encontrar una forma estética, armónica, políticamente correcta y ordenada de protestar; sino que el debate es, como sugiere Mandela, ético en términos de la eficacia de los medios. Da un poco de pereza, pero mi frase anterior no quiere decir, de ninguna manera, que el fin justifica los medios.
El libreto se repite
El paro de 2019 estuvo plagado de rituales ya conocidos: satanizar marchas pacíficas, infiltrar policías de civil para hacer actos violentos (lo observé directamente), construir un enemigo externo que amenace la patria (los venezolanos castrochavistas se estaban metiendo a los conjuntos residenciales), plantear que hacer un grafiti es tan grave como disparar un arma, continuar en el Congreso con la aprobación de reformas a pesar de la crítica en la calle, hacer componendas para ganar favores políticos y un largo etcétera.
En las protestas 2021, el Gobierno y los grandes medios de comunicación mostraron estrategias similares. Los manifestantes se convirtieron en “vándalos” y estos a su vez en terroristas contra los que, entonces, se podía usar fuego real, armas largas y helicópteros.
Volvieron las teorías de la conspiración, en las que milicias urbanas del ELN y de las disidencias de las FARC estaban detrás de la protesta, como si mi vecina de la esquina necesitara de la guerrilla para darse cuenta de que el salario alcanza menos que antes.
Los medios de comunicación mostraron y cuantificaron las consecuencias de la protesta, al tiempo que evitaban sistemáticamente hablar de las causas de estas, de los costos de la corrupción, del gasto militar o del sueldo de los congresistas.
Ahora también vemos civiles armados a plena luz del día, hombro a hombro con la fuerza pública, disparando contra ciudadanos (vale anotar, para los puristas del lenguaje, que los indígenas también son ciudadanos).
Nos dicen que hay un desabastecimiento potencial en las grandes ciudades que busca deslegitimar la protesta. Nadie busca un desabastecimiento, ese no es el objetivo del paro, pero sí es la consecuencia inevitable de un Gobierno que no quiere negociar. Incluso (esta afirmación es una descripción de lo visto y nada más que eso), algunos almacenes de cadena han restringido el surtido de sus estanterías aumentando la incertidumbre social sin que, aparentemente, haya una razón de fondo.
De la indignación a la protesta por el andén
Esquemáticamente (ahora dirán que estoy haciendo una caricatura) hay dos formas de protesta. La primera es la que se hace a través de las redes sociales, vía tutela, marchas del silencio, y sin incomodar a la sociedad. Claro que reconozco las redes sociales y las acciones jurídicas, así como las cosas simbólicas que no implican necesariamente un grito.
Mi problema con esta primera forma de protesta es el tufo que tiene a procesión de Semana Santa, a marcha por el andén los domingos de 9 a 10 de la mañana. Es como invitar a un cacerolazo sin ruido o una manifestación que no produzca el más mínimo bloqueo, es decir, como crear, únicos mecanismos de protesta, un grupo de Facebook de productores de cebollas y hacer una tuiteratón por la defensa del derecho a la cebolla.
La segunda forma de protesta es la que le funcionó a los cebolleros años atrás, a las comunidades negras de Buenaventura y Tumaco, a los estudiantes en 2011 para tumbar la reforma educativa, a las marchas de 2021 para tumbar el proyecto de Reforma Tributaria y sacar a un ministro, al profesorado para conseguir mejoras laborales, y a la minga indígena para mostrar su dignidad.
Ya sé que en un país clasista, racista, machista, centralista, autoritario y con brote de paramilitarismo creciente, es difícil decir algo sin que surja el que demanda de manera categórica un comportamiento políticamente correcto. Pero, desafortunadamente para los ingenuos, la historia muestra que Mandela tenía razón: “no hay bondad moral en el uso de un arma ineficaz”.
No fueron marchas por el andén las que obligaron a que Israel se sentara a negociar con los palestinos a comienzos de los años 90; ni tampoco las que tumbaron los gobierno de Túnez, Libia, Yemen y Egipto durante las revueltas árabes (lo que pasó después es otra discusión que también podemos dar); ni los birmanos ni los chalecos amarillos ni los chilenos bloquean las calles simplemente porque sean unos insensatos que no respetan los derechos de los otros.
En el caso colombiano, se habla de ataques a la misión médica, pero lo que he visto en las marchas es un gran respeto por el paso de ambulancias, mientras algunos guardan silencio sobre la violencia deliberada por parte de la policía contra el sector salud en, por lo menos, Popayán, Cali y Medellín.
Mirando hacia el pasado
Con un interlocutor que me hable de la “legítima autodefensa de los ciudadanos de bien” no es posible “interlocutar”. Con el fanatismo paramilitar es (casi) imposible el diálogo como lo es con otros fanáticos, con los fascistas y los sionistas. Pero es más grave aún cuando es imposible el diálogo con las fuerzas policiales.
La policía colombiana está profundamente militarizada (ya sé que la Constitución dice que es un ente civil, pero la realidad dice otra cosa): usa armas largas, participa de operaciones contraguerrilleras, destruye y fumiga cultivos de uso ilícito, su doctrina está basada en la seguridad nacional y el enemigo interno, tiene una larga historia de abusos de todo tipo y se “justifica” diciendo que reciben cursos de derechos humanos.
Es sobre esa indignación real, contra ese Estado sordo, frente a esa policía militarizada, ante ese fracaso de formas políticamente correctas de protestas, en el marco de una innegable y sistemática impunidad, que la gente sale a la calle a protestar. Así salimos el 28 de abril y hemos seguido saliendo por 19 días.
Si a esto le sumamos las decenas de muertos, los más de mil heridos, los casos de violencia sexual, torturas y los muchos desaparecidos, ¿tendríamos la superioridad moral para decir: “la violencia solo genera violencia”?
La forma de protesta no la determina únicamente quien protesta, sino también la forma en la que se reprime ese derecho constitucional. En los más de 10 puntos que visité en las marchas del 12 de mayo no hubo disturbios y, curiosamente, tampoco hubo policías. Pero cuando cayó la noche, que llegaron los policías, empezó el caos.
La protesta no es el fruto de una decisión racional meditada sobre un algoritmo o la revisión de la tabla periódica, sino que es, ante todo, un grito desesperado como último recurso ante la sistemática burla y humillación de los supuestos canales democráticos para resolver conflictos. Y, claro, esa indignación no puede aflorar dentro de los cánones de urbanidad de Carreño, máxime cuando los que protestan son al mismo tiempo espectadores directos de la brutalidad policial.
La defensa de la institucionalidad
La rabia contenida es contra el Estado y eso no se resuelve ni con abracitos ni con palmaditas en la espalda. Por supuesto que el policía no es el enemigo, pero es el que se atraviesa para resguardar “la institucionalidad”, la misma que humilló sistemáticamente a los cultivadores de cebolla, la misma que ha perpetuado un desabastecimiento de medicinas en Chocó y de comida en La Guajira, la misma que quiere presentar como favores los que son sus deberes, la misma que firmó tratados de libre comercio que afectan el campo y que ahora aboga por el libre paso de alimentos, la misma que no ha querido entender que bastaría sentarse a negociar en serio (como nunca lo ha hecho) y con ello garantizar el cese de todos los bloqueos.
No voy a pedir a una sociedad indignada que sea políticamente correcta, como si estuviera tomando el té en el Palacio de Buckingham, mientras la policía mata, la prensa miente y el Gobierno roba. Afortunadamente, la calle no depende hoy de lo que digan los chats de intelectuales, los académicos y algunos oportunistas de centro y de izquierda. Claro que saludo a personas de estos grupos que están en la calle, del lado de la gente.
Como decía Luther King: “No alcanza con que me pare delante suyo esta noche y condene los disturbios. Sería moralmente irresponsable que haga eso sin que, al mismo tiempo, condene las condiciones intolerables y eventuales que existen en nuestra sociedad. Estas condiciones son las que hacen que las personas sientan que no tienen otra alternativa que participar en rebeliones violentas para llamar la atención. Y debo decir esta noche que los disturbios son el lenguaje de los que no son escuchados”.