Víctor de Currea-Lugo | 8 de mayo de 2022
Siempre he respetado los miedos, son de las cosas más íntimas de los humanos, y el miedo a un bombardeo no es poca cosa. Entre el sonido de las sirenas de alarma y el vuelo de los aviones, el pánico surge.
De eso saben los españoles en Guernica, los vietnamitas en muchos pueblos, hasta los civiles de Dresde, Alemania, donde murieron por lo menos 20.000, pero que no tuvieron justicia porque eran civiles alemanes en el curso de la Segunda Guerra Mundial. Aquí, muchos habitantes del oriente de Ucrania, de la región de Donbass, también han sentido el terror de las incursiones aéreas, en ese caso del Ejército de Ucrania.
Yo mismo viví un bombardeo en una zona colombiana y luego en una ofensiva israelí sobre Gaza. Recordemos que también la OTAN bombardeó por 78 días a Yugoslavia alegando “razones humanitarias” y por eso, entre otras cosas, Serbia no apoya ni las medidas contra Rusia, ni los llamados a la guerra.
Mientras esperaba en la fila en la estación de tren de Kiev sonaron las alarmas. Me puse a hablar con Anastassia, una médica oncóloga que me contó cómo a pesar de las alarmas ella seguía trabajando, con sus colegas, para garantizar la radioterapia a sus pacientes. “El cáncer no da espera”.
Prácticamente a diario he escuchado las sirenas que alertan sobre un posible ataque aéreo, en Odessa, en Kiev y en Lviv. Todo se cierra y la gente, ya más acostumbrada, espera que no sea sino un triste recordatorio de que estamos en medio de la guerra.
En las afueras de Kiev
En Borodyanka, en las afueras de Kiev, sus habitantes vivieron ataques aéreos. Hasta allí el viaje está lleno de controles militares. Una vez en la localidad, se ven edificios destruidos, algunos solo en su fachada y otros casi completamente, como si por allí hubiera pasado un terremoto. Según su alcalde, 41 personas murieron durante el bombardeo. El puente, ya emblemático, fue reventado en los ataques.
En los primeros días la población salió despavorida y no era para menos. De 14.000 habitantes de ese sector, salieron 11.000 personas con dirección a Kiev, a otras ciudades y muchos abandonaron el país, camino principalmente a la vecina Polonia.
Algunos han regresado, porque allí está su casa, allí están sus cosas y porque cesaron los ataques aéreos rusos en esa zona. Una familia estuvo en Polonia, pero volvió porque “nos ofrecían trabajar por poco dinero”. Si bien es cierto la mayoría de los polacos han sido solidarios, no falta el oportunista. Para mí, eso no es solidaridad sino explotación.
Realizamos una dolorosa caminata por los edificios destruidos. Frente a uno de los más devastado me explican que solo allí murieron 14 personas. Un hombre fuma un cigarrillo desde el balcón de su casa, debe estar como en un sexto piso. Las paredes están manchadas por el paso de la guerra. ¿Qué pensará?
Muy cerca, a unos 50 metros, veo un edificio desnudo, sin fachada. Veo la parte posterior de un mueble, ese lado que no ven las visitas. La lámpara está rota, pero se mantiene colgando de un techo fracturado. Alcanzo de divisar sombras que se mueven dentro de la casa, en medio del frio y de la lluvia.
Veo otra habitación expuesta, donde sobresalen frascos de comida que esperaban una fiesta o, por lo menos, una mesa en calma. En otro edificio veo una puerta que ya no conduce a ninguna parte, sino al vacío de varios metros en que quedó convertido el otro pedazo del edificio. Veo un hueco en medio de dos edificios, y me dicen que allí había un tercero que simplemente ya no existe.
Está la fachada de lo que hace pocas semanas era un restaurante y otra de la que deduzco era un consultorio de odontología, ahora inservible. En medio de las ruinas hay botellas ya vacías, juguetes y ropa. Suficientes cosas para contar una novela. Finalmente, regresamos cruzando por un puente medio destruido por bombas rusas.
El pacifismo como debate
Me despido de mis guías, de regreso a Kiev, mientras hablamos de la guerra y de la paz, de sus esperanzas de que la guerra acabe y de que alguien convenza a los que pueden parar esta locura para que la detengan.
Ellos son gente que hasta hace muy poco eran civiles, que no tenían ninguna vocación violenta. Ahora están uniformados y armados, con radios de comunicación, cruzando trincheras y pensando en un nuevo ataque.
La guerra no es un juego y ellos lo saben. Pienso en el movimiento mundial de paz, especialmente en el europeo, ese que se hizo notorio contra la ocupación de Irak y la guerra de Siria. Y no lo veo llamando a marchas contra la guerra. Bueno, algunos pocos han hecho llamados, pero ahora mismo me resultaría tonto (perdonen la honestidad) condenar la violencia de la resistencia.
Lo que veo en los medios de comunicación es la gran capacidad de las redes sociales, los medios de comunicación y de los Gobiernos para buscar el respaldo a la guerra; las voces opositoras son mínimas, imperceptibles.
Lo que me preocupa es si ese movimiento pacifista, especialmente el europeo, no planteaba un programa de principios, sino de oportunidades políticas y nada más. Dicho de otra manera, si los institutos para la paz y las propuestas de construcción de paz naufragaron de una manera estrepitosa porque no han podido explicar a la sociedad de manera crítica lo que sucede alejados del fanatismo, y han sido incapaces de convocar movilizaciones o actos en contra de la guerra, como se hizo en 2003, por ejemplo.
En todo caso el debate sobre el pacifismo siempre se ha visto confrontado por su ingenuidad y algunos más realistas que aceptan la guerra plantean la humanización del conflicto, pero hoy por hoy no sé qué será más ingenuo, si esperar que no haya crímenes de guerra o esperar que las guerras no ocurran.
Suiza, la neutral, se sumó a las sanciones contra Rusia. Noruega y Suecia, mediadores en muchos conflictos, ahora envían orgullosos armas. Parece que hay pacifistas que lo son hasta que les tiran una piedra en su propio tejado. No sé, son pensamientos en voz alta mientras afuera suenan, de nuevo, las sirenas.
Publicado originalmente en Revista Cambio