Víctor de Currea-Lugo | 27 de diciembre de 2014
Conocí a Camila hace varios meses cuando ella iba de paso hacia Estados Unidos. Estaba llena de esperanza. Lo más impactante no fue su largo periplo, sino su desafío de ser paciente. Lo digo en ambos sentidos: ser paciente al estar enferma y ser paciente frente al Estado indolente. Camila hizo de sí misma una mezcla de abogada, médica, tuitera y cuanta cosa fuese necesaria para mantener la cabeza a flote.
Eso es injusto, porque la promesa del Estado social es que el contrato social garantice una protección que le permita a la persona vivir de mejor manera la zozobra de la vejez, la enfermedad, el desempleo y la incapacidad.
Antes de la Ley 100 de 1993 no había gente con carnés de EPS, pero en los hospitales los médicos prestábamos el servicio sin restricciones para hacer un examen de laboratorio ni reducciones terapéuticas a una lista de medicamentos. El Seguro Social era un foco de corrupción, pero no superaba los de las EPS de hoy.
En 1998, el entonces ministro de Salud Galvis alegó que el derecho a la salud era cosa de números y de mayorías (como lo han dicho casi todos los ministros) y dijo que ante un caso de sida preferiría destinar ese dinero a atender 100 niños con diarrea.
El problema es la lógica que subyace: convierten los derechos humanos en un asunto de mayorías, cuando por definición son exactamente lo contrario: de personas; los burócratas no luchan por más recursos para la salud, sino que se mueven dentro de los que hay; aceptan las perversas normas de la Ley 100 como inamovibles; y lo más doloroso, no miran las ganancias de las EPS, buena parte del mal del sistema.
El ministro Gaviria no tiene un caso hipotético sino uno real: Camila. Y siempre ha tomado partido por las EPS; ha prometido cosas a Camila no dentro de las normas sino dentro del afán de callarla. El Ministerio de Salud tiene una puerta giratoria y la mayoría de sus altos cargos van y vienen de las EPS, con lo cual nunca serán una esperanza.
El problema de Camila no es de dinero. Es casi la necesidad de dar un castigo ejemplar a quien desafía al sistema y a tal nivel. La inmensa mayoría de las tutelas en salud no son para un trasplante de médula, sino para cosas que la ley dice desde 1993.
Ya en 1999, el costo de las tutelas se usaba como argumento para hablar de la quiebra del sistema, pero realmente se iba en tutelas sólo el 0,8% del presupuesto del Fosyga. Sin duda la recomposición del derecho mediante acciones jurídicas no significa una amenaza a la viabilidad del sistema mismo.
Mientras en Colombia los militares no tienen límite en el número de balas que usan para la guerra, a los médicos se les restringe el número de apósitos en una cirugía. Un país que no tiene límites para matar, pero sí para curar, es un país enfermo.
Por eso el caso de Camila no es, para mí, un frío debate de recursos posibles, sino una afrenta a la corrupción institucionalizada del sistema de salud. Si Camila puede, es posible que otros puedan y que la zozobra sea más para las EPS que para los pacientes.
Publicado originalmente en El Espectador: https://www.elespectador.com/opinion/camila-columna-535249