Víctor de Currea-Lugo | 2 de agosto de 2018
La percepción que se tiene entre la sociedad colombiana del mundo árabe presenta dos problemas: el desconocimiento general sobre un mundo que para muchos es más mágico que real y la confusión sobre lo poco que se conoce. Esta percepción está cruzada por la mirada que ya el profesor Edward Said criticaba (2008). Un ejemplo simple pero relevante es la denominación que reciben los migrantes árabes en Colombia, a quienes se les llama “turcos” debido a que la mayoría de ellos llegaron cuando buena parte de lo que hoy conocemos como el mundo árabe estaba bajo dominio del Imperio Otomano (Viloria, 2003).
Dicha percepción sesgada y superficial se agravó luego del 11 de septiembre de 2001, en el marco de una oleada de islamofobia. La precisión de que no todos los árabes son musulmanes (ni todos los musulmanes árabes) no es conocida por el grueso de la población colombiana que construye y reproduce fácilmente ciertos mitos. Esto aplica para el caso palestino.
Esa percepción social incide, de alguna manera, en la agenda institucional que decide la política exterior de un país, tal como lo sugiere Velosa (2012, en este volumen). Si agregamos a dicha percepción —por definición, subjetiva—, la poca historia de relaciones bilaterales entre Colombia y el mundo árabe y el prácticamente insignificante intercambio de bienes, vemos que la política exterior de Colombia frente al mundo árabe podría limitarse a las expresiones derivadas de su membrecía no permanente en el Consejo de Seguridad. Recientemente, un proceso tocó de nuevo a las puertas de la diplomacia colombiana: el reconocimiento del Estado palestino, hecho que motivó la visita del Presidente palestino a Colombia y un debate sobre cuál debería ser la posición de Colombia.
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