Víctor de Currea-Lugo | 19 de junio de 2018
Perdimos, eso es una realidad matemática; aunque no sea una realidad política. Logramos unir ocho millones de voces en torno a un proyecto de una Colombia diferente, pero el uribismo fue capaz de unir más de diez millones de votos en torno al pasado. Hay que ser realistas y darle el valor justo a esos ocho millones; en ese sentido no perdimos, pero el uribismo sí ganó y ahí radica el grave problema de las elecciones pasadas.
Después de la derrota
Tratar de pintar esos ocho millones de votos de victoria tiene mucho de premio de consolación. Decir que quedamos de segundos nos coloca a nivel de un jugador de ajedrez. Perdimos una oportunidad histórica de cambiar el país. También es cierto que perdimos con dignidad: más allá de muchas adversidades, de la falta de recursos, medios de comunicación en contra y de una campaña de calumnias sin precedentes.
Por eso entendemos que esos ocho millones son un logro de unidad, solidaridad y tolerancia. Pero nuestro principal problema no es que hayamos perdido, repito, sino que ganó el uribismo, a pesar de todas las explicaciones sobre el miedo, la compra de votos y la manipulación. Lo cierto es que más de 10 millones de colombianos, por la razón que sea, han preferido a los victimarios, han votado en favor de ellos y en contra de las víctimas; ese es el mensaje más terrible y la conclusión más dolorosa de las elecciones pasadas.
Nadie que conozca la política colombiana puede negar que el gran ganador es Álvaro Uribe Vélez y no Duque; nadie que sepa la historia reciente de Colombia puede negar lo que significa el uribismo en términos de corrupción, violencia, represión y falta de Derechos Humanos. El pueblo colombiano, en su mayoría, ha tomado partido por el señor responsable de un sistema de salud injusto, de un modelo de pensiones excluyente, de la flexibilización laboral, de la militarización de los campos, de la negación del conflicto armado, del rechazo a la paz, de las políticas neoliberales y de la negación del Estado Social de Derecho. Como lo dijo Alicia Arango, la jefe de campaña de Duque: “Gobernará Iván Duque, pero no hay que olvidar que Uribe es nuestro jefe”.
Esa fue la decisión de las urnas. Más de diez millones volvieron a dar la legitimidad a las élites que han hecho de Colombia uno de los peores videos del mundo, uno de los países con mayor inequidad en el planeta y un país donde los Derechos Humanos son letra muerta.
Entonces el reto es entender que pasó en esos más de diez millones de colombianos. Y sin duda otro reto, incluso mayor, es cómo hacer para que esos ocho millones de colombianos sean capaces de mantenerse, sin caer en el canibalismo de la izquierda y sin destrozarnos los unos a los otros, cuando lleguen los momentos decisivos para avanzar en el país.
Los sectores más pobres y olvidados del poder central votaron a favor del cambio y la ciudad de Bogotá, donde Gustavo Petro había sido alcalde, también votó por el proyecto de la Colombia Humana; pero ni eso ni el acompañamiento de ecologistas, del centro-izquierda izquierda, de la intelectualidad colombiana e internacional, ni todo ese apoyo logró conjurar el conjunto de la calumnia, del engaño, del clientelismo, de la mentira y del miedo al futuro.
De alguna manera era entendible que en el año 2002 la gente votara por Uribe: porque no lo conocían, porque había fracasado la paz del Caguán con las FARC, y porque se imponía la lógica de la mal llamada “Guerra contra el Terror”; pero hoy es difícil explicar este apoyo, porque conocen a Uribe, porque ya se firmó la paz y porque el mundo entendió que la Guerra contra el Terror no era sino una excusa. Por otro lado, esos ocho millones son una opinión en las urnas, pero no necesariamente una entidad política a la que podamos llamar movimiento. Pasa como con la paz, hay movilización pero no movimiento.
Hubo una tercera expresión política que fue el voto en blanco que logró un número importante, pero el problema radica en que algunos de sus impulsores eran esperados y empujados por un sector importante del centro-izquierda a que tomaran una postura contra el uribismo. Ante un dilema tan claro (paz o guerra, pasado o futuro) el voto en blanco equivalía a tomar partido por el árbitro en una final de fútbol o en asumir una aparente neutralidad entre una víctima y un victimario. Colombia no es Suecia, la realidad es demasiado evidente para darse el lujo de la neutralidad
Petro ganó entre las regiones más pobres y más golpeadas por la violencia (Cauca, Nariño, Chocó, Putumayo), así como en varias ciudades, incluyendo Bogotá (donde fue alcalde) además de Barraquilla, Pasto, Popayán, Quibdó, Cali y Cartagena, entre otras. Pero el bastión uribista de Antioquia fue determinante. Allí es donde más se siente la cultura política del gamonal, del hacendado. Allí se expresa con más fuerza el resultado de una sociedad donde se conjuga el dinero fácil, la vocación mafiosa, la adoración a Pablo Escobar, el culto al criminal Popeye, el camino del atajo para triunfar y, por tanto, la ausencia de espacio para los derechos humanos.
El voto no es un ejercicio racional, donde las ideas y los programas sean el eje, no son los debates los que determinan, sino el impulso. No es un problema de razones sino de pasiones, y aquí despiertan pasión los reinados, los realities y el fútbol. Esos son, desafortunadamente, lo más cercano a un contrato social que tenemos. Por eso los votantes se portan más como hinchas (incluso como hooligans) antes que como ciudadanos racionales.
El principal enemigo es la cultura política que perpetúa a Uribe es la conjugación entre un pensamiento premoderno feudal y la mentalidad del traqueto, lo que da esa práctica clientelar y mafiosa que explica, en parte, la Colombia que somos. Esa cultura es, en la práctica, la que explica el culto religioso a un mito y el rechazo a lo que él rechace, como es el caso de la paz. No es de extrañar que el primer acto político del presidente electo fuera presionar para frenar la reglamentación del proceso de paz.
Queda como conclusión que diez millones de personas le fallaron a la paz y a las víctimas; que ocho millones estamos listos para crear resistencia; que en las elecciones regionales de 2019 hay una nueva oportunidad; que la presidencia de 2022 es posible; que seguimos construyendo paz y país, y que la lucha es larga.
Publicado originalmente en teleSUR