Víctor de Currea-Lugo | 21 de agosto de 2013
En febrero de 2012, un desertor sirio habló a la prensa turca sobre el uso de armas químicas por parte del Gobierno. En abril del mismo año, médicos del hospital de Homs reportaron pacientes sospechosos de intoxicación química y pidieron a la comunidad internacional que ayudaran en el diagnóstico.
Hoy circulan videos que muestran decenas de muertos en el sur de Damasco, sin heridas físicas externas. El peor escenario se impone. No estaríamos ante las armas inventadas en el caso de Irak, sino ante prácticas genocidas, como en el caso de Darfur y de Ruanda.
La palabra genocidio no fue usada como tal en Ruanda. Allí los Estados Unidos prefirieron usar la expresión “actos de genocidio” (un periodista preguntó, irónicamente, al delegado de EE.UU. cuántos actos necesitaba para hablar de genocidio). En Darfur la Unión Europea, con la misma lógica, habló de una situación “equivalente a un genocidio”.
Genocidio es la “intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso” dentro de los que cabe —por jurisprudencia internacional— incluso un grupo político. Un genocidio no es igual a una masacre, ni se mide en número de muertos, pues incluye prácticas como el uso de “medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo” o el “traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo”, actos que en sí no producen muerte sino que afectan la supervivencia del grupo en cuanto tal. El problema es la demostración de la intención de destrucción.
De acuerdo con el Consejo de Seguridad de la ONU, en resolución del 27 de mayo de 1994: “El elemento necesario de intención puede ser deducido de hechos suficientes. En ciertos casos, existirá la evidencia de acciones u omisiones en tal grado que el acusado pueda razonablemente ser asumido como consciente de las consecuencias de su conducta, lo cual lleva al establecimiento de la intención”.
Es ingenuo pensar que el uso de armas químicas, los bombardeos de ciudades como Homs y Hama, el tipo de guerra en Alepo, la política de tierra arrasada en Qusair y, sobre todo, el número de muertos, que supera los 100.000, y de refugiados, cuyo flujo supera al día el que tuvo Ruanda, no prueban nada o son fruto de situaciones por fuera de la responsabilidad estatal.
No es suficiente decir que la intención de exterminio simplemente no existe. Los resultados previsibles por la forma como el Estado conduce la guerra y el uso de armas prohibidas de manera indiscriminada contra población civil (en su mayoría suní, sin que por esto se trate de una guerra religiosa), permiten, tanto política como jurídicamente, empezar a hablar de genocidio.
La comunidad internacional usará giros lingüísticos para evitar lo que está obligada a hacer: actuar ante un genocidio. Siria podría ser otro ejemplo del mundo al revés: EE.UU. invadió Irak por armas que no existían, pero la comunidad internacional, en su conjunto, se abstuvo de actuar ante Ruanda y Darfur, y ahora ante Siria.
Como dijo el general canadiense Romeo Dallaire, con relación al genocidio de tutsis: “Estoy seguro de que habría sido mayor la reacción si alguien hubiese tratado de exterminar a 300 gorilas de montaña en Ruanda”. Esperemos que en varios años alguien no diga lo mismo sobre el drama sirio.
Publicado originalmente en El Espectador: https://www.elespectador.com/opinion/genocidio-en-siria-columna-441638