Víctor de Currea-Lugo | 18 de julio de 2020
Hablar de Haikú es hablar de poesía, hablar del Japón es hablar de la magia de Oriente. Hablar de Haikú japonés es un hecho que oscila entre la ingenuidad y el atrevimiento. El Haikú es el fruto del Japón lejano, tanto geográficamente como por un acumulado de trescientos años de historia. Imaginémonos, pues, el Siglo XVII como el escenario para la poesía que intento describir.
El Japón de hoy nos llega como una mezcla del tren-bala y la gran industria, de películas de guerra que buscan inmortalizar un enemigo amarillo que sonríe a cada momento, tras de cuyo rostro sobrevive una historia milenaria mirada con desprecio por Occidente. Y aún en el Japón de hoy, se cuentan por docenas las revistas dedicadas al Haikú, hay secciones fijas en muchos periódicos y podría decirse que no existe japonés que no haya escrito un Haikú, como ejercicio literario o como divertimento.
¿Cómo entender el Haikú?
Haikú es pensar poéticamente en 17 silabas. Para entender esta definición, debemos partir de León Felipe cuando nos dice que “el poeta habla desde el nivel exacto del hombre. Y los que imaginan que habla desde las nubes, son aquellos que escuchan desde el fondo de un pozo”. En la poesía japonesa no hay nada más terrenal que la voz del poeta y el origen de su voz.
Se necesitaron todas las cosas del Japón para que naciera el Haikú: el ingreso del budismo y la ceremonia del té; los arreglos florales y el teatro de marionetas; las cosechas de arroz y los samuráis; el bonsái y los templos. Se necesitó toda la cultura de un pueblo que otorga bellas maneras en el lenguaje, en la cotidianidad de las conversaciones, aún a los samuráis; la cortesía es una religión nacional.
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