Una de las cosas más urgentes de toda guerra, y dramática en la de Siria, es la crisis humanitaria. Los números cambian cada día, pero, más allá de lo estadístico, en Siria han echado raíces una serie de prácticas, especialmente contra la población civil, que no pueden desconocerse. Muchos análisis insisten en los impactos regionales de la crisis y/o los balances de poder de los diferentes actores, olvidando tanto las agendas locales que alimentaron las protestas como la dramática situación humanitaria.
La semana pasada llegaron de Siria imágenes de muertos por hambre en Madaya, donde 42.000 personas estarían en riesgo. Incluyendo las zonas aledañas, el riesgo se extiende a 15 áreas con más de 400.000 personas. Causar hambre se ha convertido en una estrategia de guerra.
Los datos disponibles muestran que las necesidades humanitarias son, sin exagerar, de todo tipo: desde acceso a medios para preparar alimentos hasta salud mental, pasando por asistencia a heridos, disposición de cadáveres, seguridad alimentaria, agua potable y saneamiento, salud sexual y reproductiva, alojamiento, nutrición, atención primaria en salud, etc.
El debate no debe basarse sólo en la forma en que el número se va incrementando, sino en las prácticas asociadas a dichos números. Ya en diciembre de 2013, Naciones Unidas estimaba que 7,6 millones de personas eran desplazadas internas y un total de 13,5 millones estaban necesitadas de asistencia humanitaria, 46% de las cuales eran menores de edad. Es decir: más de medio país en franca necesidad de ayuda debido a la guerra.
El drama de los refugiados en países cercanos es igualmente preocupante. Acnur, a septiembre de 2015, habla de más de dos millones en Turquía, 600.000 en Jordania, 100.000 en Egipto, 240.000 en Irak y más de un millón en Líbano. Hay problemas de suministro de alimentos en Jordania y sobrepoblación y saturación de servicios de salud en Líbano: la carga asistencial de casi un millón de refugiados en un país de 4 millones de habitantes.
Si tenemos en cuenta el número de desplazados (7,6 millones) y el número de refugiados en relación con la población siria (22 millones en 2012), alrededor del 52% de la población ha huido de su casa por culpa de la guerra, lo que es un dato estremecedor si se compara con cualquier otro conflicto armado. Además hay que agregar a los refugiados palestinos que viven o vivían en Siria, con su drama particular: hay 540.000 palestinos refugiados registrados en Siria, y de esos por lo menos 270.000 han sido desplazados.
Según diversas fuentes, van más de 250.000 muertos en Siria, miles de detenidos y desaparecidos, y más de 3 millones de personas atrapadas en zonas de hostilidades. Según el Observatorio Sirio para los Derechos Humanos, se han documentado más de dos millones de heridos (hasta octubre de 2015).
Esas víctimas sobreviven en un contexto de total, deliberado y sistemático irrespeto a la protección debida a civiles y de las normas del derecho internacional humanitario (DIH). Con el paso de los meses, el aumento de las hostilidades y el fracaso de las propuestas de paz han incrementado no sólo el número de muertos y heridos, sino la crueldad de la guerra: desde violencia sexual hasta el uso de armas químicas, pasando por el confinamiento de poblaciones, torturas, detenciones arbitrarias y ejecuciones extrajudiciales.
Otras agencias indican, citando a la ONU, que hay un millón de casas destruidas, tres millones de desempleados, tres millones de niños que han abandonado su educación, 4.000 escuelas inutilizadas, ya sea por destrucción o convertidas en alojamiento para desplazados, y 59% de los hospitales dañados o no funcionales por el conflicto.
Acceder a los civiles dentro del país es difícil por la cantidad de trabas burocráticas y de controles militares, tal como lo sostiene el CICR. Por su parte, los refugiados sobreviven en condiciones precarias, especialmente en Turquía, Jordania y Líbano, y en este último país, además, los persigue la guerra.
La economía de Siria tampoco ayudó a la situación de crisis en el país. Según el Banco Mundial, de 2010 a 2014 Siria experimentó una caída en su producción de petróleo: de 368.000 barriles a 40.000 por día. De igual forma, las ganancias por la exportación del petróleo descendieron de US$4,7 billones a US$0,22 billones en el período 2011-2014. Por último, es de destacar que el régimen de Bashar al Asad despilfarró las reservas internacionales, pasando de tener US$20 billones en 2010 a US$2,6 billones en 2014, lo que quiere decir que el 87% de las reservas internacionales se gastaron en un período de cuatro años.
No menos dolorosa es la situación de los confinados, prácticamente el resto de los civiles, atrapados en la guerra. El 25% de las personas han perdido su trabajo, no hay acceso a los cultivos y la inflación se ha disparado. En 2014 se calculaba que cada día Siria perdía US$109.000 de su PIB, 9.000 personas caían bajo el umbral de la pobreza y cada semana 10.000 sirios perdían su trabajo.
Los niños son los más desfavorecidos dentro de la población vulnerable, ya que ni sus necesidades alimentarias ni sus enfermedades son atendidas oportunamente. La deserción escolar crece al ritmo del desplazamiento, el confinamiento y el número de víctimas. Según Human Rights Watch, el ejército sirio ha atacado escuelas, interrogando y deteniendo estudiantes, incluso de corta edad. Por ejemplo, Massah Masalmah, una niña de dos años, fue detenida para presionar a su padre a que se entregara.
La violencia sexual y de género se ha ido incrementando, especialmente por los paramilitares sirios (los shabiha), tanto en sus puestos de control —que comparten con el ejército sirio— como en sus incursiones en zonas de civiles. Las violaciones sexuales en sitios de detención son un hecho cotidiano. Pocas reconocen haber sido abusadas, pues el estigma en una sociedad mayoritariamente musulmana es una pesada carga.
Los problemas de acceso a la ayuda humanitaria se han documentado desde el comienzo. Casi la mitad del personal médico ha abandonado el país. Esto se da en tres sentidos: el ataque directo a centros médicos, la persecución al personal que atiende heridos y los obstáculos que impiden acceder a los servicios médicos.
Hay un limitado número de ONG autorizadas a operar, y sus capacidades no dejan de ser pocas en comparación con la gran demanda. A esto se agrega el impacto de las medidas económicas contra el régimen que, de paso, han afectado la importación de bienes para la acción humanitaria.
Preocupa, precisamente, que muchos análisis excluyen estos dramas, porque el énfasis en el ajedrez internacional o en la lucha interna por el poder niega la cotidianidad del ser humano. Reclamar por las víctimas no es un asunto menor ni ausente de un discurso político; reducir lo humanitario a un problema menor es por lo menos cuestionable. Así, los discursos de la llamada comunidad internacional sobre la responsabilidad de proteger o las normas del derecho internacional humanitario pierden toda vigencia. Si agregamos la lógica de la “guerra contra el terror”, que hace de cada contradictor un enemigo militar, entonces lo humanitario se convierte en instrumento de manipulación antes que en ejemplo de solidaridad.
Como en otras guerras, las víctimas esperan que la llamada comunidad internacional haga algo, gritan que ni las cumbres, ni las reuniones, ni las declaraciones oficiales les sirven, y lo dicen con razón. Ni la Liga Árabe, ni la Organización para la Cooperación Islámica han dado respuesta; mucho menos las Naciones Unidas. La ONU ha llamado la atención sobre la falta de recursos para atender a las víctimas y de compromiso del Gobierno para facilitar el ingreso de personal humanitario al país.
Hoy, Siria pone de nuevo a prueba la labor humanitaria. El Comité Local de Médicos de Homs y el precario equipo médico de Qusayr son apenas dos de los cientos de ejemplos de entrega humanitaria. MSF, fiel a su nombre, ha cruzado la frontera para apoyar a las víctimas. Pero su labor también ha sido denunciar, como fue el caso de las armas químicas. Lo dijo una ONG que está en el terreno, mientras la ONU dijo que sus delegados en Damasco no estaban autorizados a investigar por “problemas de seguridad” (¿no es acaso por eso que está allá la ONU?).
Lo humanitario no puede ser reducido a algunas ONG dedicadas a la mercadería de proyectos para su propia sobrevivencia (no la de las víctimas), ni a la imagen estereotipada de aventureros a sueldo. Miles y miles de personas, por décadas y décadas, han construido centros nutricionales, fuentes de agua, clínicas y campos de refugiados, desde Birmania hasta Haití, desde Kosovo hasta Sudáfrica, que no pueden ser reducidos al olvido. Y en esta labor han dejado algunos la propia vida.
La agenda humanitaria ha chocado de frente con la agenda de los poderes regionales y, hasta en los análisis académicos, suele quedar en un segundo plano. Por eso, el derecho internacional (incluyendo el derecho humanitario) no se ve como un mandato que obliga a los Estados a proteger a las personas bajo su jurisdicción, sino como, en el mejor de los casos, un arma arrojadiza ante el enemigo.
Ya en Siria no necesitamos más datos. Incluso aún sin armas químicas, los más de 250.000 muertos, 7,6 millones de desplazados y 4,3 millones de refugiados merecen algo más que el silencio de la llamada comunidad internacional.