El analista cuenta la historia de un pueblo que tiene todos los males juntos y que está en una encrucijada entre su supervivencia y los intereses externos.
En el occidente de Myanmar (la antigua Birmania) hay un pueblo, literalmente, atrapado entre la pobreza, la violencia oficial, la discriminación social, la persecución de los militares y el racismo de los monjes budistas: los rohingya. Allí los conocí en 2009. También los vi, mucho después, como refugiados en Bangladesh y Tailandia, países a donde suelen huir en busca de algo mejor.
En Birmania, están de facto en el poder los militares y, a su lado, la señora Aung San Suu Kyi, premio Nobel de paz de 1991, quien no pudo recogerlo por estar bajo prisión domiciliaria por orden, precisamente, de los militares: compañeros de su padre en el pasado y aliados de ella en el presente.
No se sabe cuántos rohingya hay, las cifras oscilan entre 1 y 2 millones. En su mayoría son musulmanes. Son descendientes de comunidades que han estado asentadas en Birmania desde el siglo XII. A pesar de ello, en 1990, se aplicó una ley (promulgada 8 años antes) que les quitaba la nacionalidad y los convertía en apátridas. Alrededor del 90% de los birmanos saben leer y escribir, pero en el caso específico de los rohingya solo el 20%.
La ley birmana les prohíbe (salvo permiso especial) salir del territorio del Estado de Rakhine, ubicado al occidente y muy cerca de Bangladesh y del mar. Allí, son controlados por una fuerza especial de inmigración, NaSaKa, que los locales temen por el alto record de violación de derechos humanos. Son cotidianas las torturas, la destrucción de casas, los abusos sexuales, la confiscación de tierras y los asesinatos.
No todos son musulmanes, pero en un mundo donde la islamofobia es el pan de cada día, reducir toda su identidad cultural a religiosa, sirve para alimentar la persecución y para que la comunidad internacional mire hacia otro lado.
NaSaKa hace todo el trabajo sucio: desde encarcelar a los que tengan hijos sin estar casados hasta forzar a los rohingya a trabajos como el arreglo de carreteras. Los costos administrativos de los matrimonios son tan altos que la inmensa mayoría no los pueden pagar, pero se castiga tanto el aborto como el tener hijos por fuera del matrimonio. Para los casados, es prohibido tener más de dos hijos. Ese afán de disminuir a la población, las terribles condiciones de vida a las que están sometidos, más la cotidiana violación de derechos, son las claves para hablar de genocidio.
Allí, todo es motivo de sanción y de pago. Y esto sucede en un clima de corrupción: se paga por las visitas en las cárceles, por el permiso para salir del territorio donde están confinados, el paso de alimentos por los sitios de control oficial, por todo. Aquello que pueda ser sujeto de un pago, será cobrado a los rohingya.
En la violencia directa, NaSaKa tiene un gran aliado: los budistas de la zona que atacan los sitios sagrados de los rohingya (como lo viví allí de manera directa): desde sus cementerios, sus lugares de oración, hasta sus casas.
China, la gran aliada de la dictadura anterior y de la “democracia” actual, planea un gasoducto que atravesará toda Birmania, empezando precisamente en la tierra de los rohingya pero, como en muchos otros casos en el mundo, donde los chinos tienen intereses (Darfur en Sudán es un buen ejemplo) el tema de derechos humanos está ausente. La construcción del gasoducto se acompaña de confiscación de tierra, trabajos forzados y desplazamiento de población.
Por estas cosas los rohingya tienen tres caminos: a) permanecer en Birmania y sufrir la violencia oficial y budista, 2) huir a la cercana Bangladesh, que no los reconoce como refugiados, pero a donde han huido muchos desde 1991 y miles este año, o 3) lanzarse en pequeñas embarcaciones al mar, tratando de llegar a Tailandia, Malasia o Indonesia en busca de un futuro mejor. Miles han muerto en el mar, miles han sido devueltos una y otra vez desde Bangladesh. Nadie lleva estadísticas precisas de sus desapariciones en alta mar por una simple razón: ellos no importan.
Los esfuerzos de las ONG humanitarias y de las Naciones Unidas se ven limitados por la gran cadena de obstáculos y limitaciones oficiales, por la falta de compromisos de los países de la región que no han firmado la Convención sobre los Refugiados y por el silencio de China, cuando este tema intenta ser puesto como prioridad en el sistema internacional.
La premio Nobel Aung San Suu Kyi era una esperanza que se desvaneció rápidamente. Ella niega la existencia de los rohingya, comparte con los militares el espíritu centralista, con los budistas la política de “limpieza étnica” (al menos por omisión) y juega la carta de la “guerra contra el terror”.
En la reciente visita del papa Francisco a Birmania, los rohingya no fueron mencionados porque el clero birmano así lo recomendó. Francisco hizo alusiones a las minorías y a los derechos humanos, pero siguió el consejo de no mencionar ese pueblo con nombre propio. ¿Qué le hubiera pasado a Francisco si hubiera dicho “rohingya”? ¿Puede este pueblo estar en peores condiciones porque el papa los mencione? Si ni el papa los nombra, el resto de comunidad internacional ni siquiera conoce su drama.
Publicado originalmente en Semana