Víctor de Currea-Lugo | 14 de septiembre de 2022
Contaba un profesor uruguayo que, en 1997, cuando murió la princesa Diana Spencer, encontró un poblado perdido donde alguna gente lloraba porque había muerto la “princesa del pueblo”. En ese lugar, en el medio de la nada, lloraban a una mujer de la que poco o nada sabían. En 2013, hubo tres muertos en un ataque a la maratón de Boston y esas muertes opacaron todo lo que en el resto del mundo sucedía, incluyendo la sangrienta guerra de Siria.
No es pues la realidad la que determina la agenda sino el titular, la capacidad de los medios de comunicación, el morbo social, etc. Cuando tumbaron las Torres Gemelas, en Nueva York, hubo titulares de que eso era lo más grave sucedido en el mundo desde la Segunda Guerra Mundial, como si los genocidios de Ruanda o de Camboya no fueran sino pequeños sucesos.
Ahora murió la reina Isabel II y muchos en el mundo se pronunciaron con una familiaridad pasmosa y un fingido dolor inexplicable. Esa jefe de Estado fue responsable del golpe de Estado de Irán en 1953, la crisis del canal de Suez, las guerras en Irak y Afganistán. Murió sin pedir perdón por el papel británico en la creación de Israel a costa del territorio palestino y de la vida de sus habitantes.
Pero estos hechos, dolorosos e injustos, no quedan en la memoria de una humanidad amante de las telenovelas. Si acaso afloran algunos reproches típicos de las series de televisión, como la fatídica suerte de Diana Spencer, los amores del príncipe Andrés con Sarah Ferguson o la relación del ahora rey Carlos con Camila Parker.
Esa facilidad de desviar los debates, imponer las agendas y cambiar las prioridades, hizo que John F. Kennedy sea más recordado por el homenaje que le hizo Marilyn Monroe que por su fracasada invasión a Cuba, su guerra en Vietnam o el uso de armas químicas en dicha guerra.
La reina Isabel, además, nunca actuó a favor de las excolonias británicas, ni, como jefe de Estado, pidió perdón por los miles de muertos del colonialismo inglés. Pero la forma y la pompa pudieron más que los muertos pobres y lejanos. Eso lo ha enseñado muy bien la prensa mundial.
Guardando las proporciones, en Colombia el debate sobre la marca de zapatos de Petro o sobre el decrecimiento, una frase fuera de contexto o un buen chiste, logran desplazar los falsos positivos o el asesinato de líderes sociales.
El problema no es solo cómo a la derecha colombiana, en su retorcida doble moral uribista, le preocupa un tema, sino la (potencial) capacidad para imponer una agenda y la (potencial) incapacidad del Gobierno de Petro para hacerlo.
Decía Malcolm X que: “Si no estás prevenido ante los medios de comunicación, te harán amar al opresor y odiar al oprimido”. Esto podría traducirse en que sigamos creyendo que todos los musulmanes son terroristas, todos los colombianos narcotraficantes y todos los que hablen de justicia social son insurgentes.
No basta poner el huevo, sino que hay que cacarearlo; dicen en mi barrio de infancia. Si no tenemos cuidado, podemos terminar manifestando fingido dolor por la muerte de una reina, defendiendo el trato diferencial entre refugiados de Siria y de Ucrania, creyendo que Diana era la princesa de los pobres, que Kennedy era un tipo ejemplar o que el problema es un número equivocado que dio una ministra de Petro y no el robo de miles de millones por parte del Gobierno anterior.
Ese es parte del precio de hacerle tanto culto a la forma, de aplaudir lo políticamente correcto, de confundir la táctica con la estrategia, los contradictores con los aliados y los momentos políticos.
Claro, con los fanáticos no se puede discutir, siempre volverán sobre la forma marginal o el error puntual para vaciar su veneno. Pero uno espera que, por lo menos, los pocos que leen, tengan también acceso a otras prioridades. Otro punto más a favor (desafortunadamente) de un mundo donde se imponen las narrativas a la realidad. Así nos va.
Publicado originalmente en Revista Raya