Víctor de Currea-Lugo | 1 de agosto de 2015
Supongamos que un país vecino nos ataca y nos ocupa militarmente. Supongamos que crea barrios en el territorio ocupado, en el nuestro, en el alto de nuestras montañas y en nuestras mejores tierras.
Supongamos que, violando lo que dice el derecho internacional, traslada más de medio millón de su propia población a nuestro país.
Y, además, les permite a esos recién llegados usar armas, hacer tiro al blanco en nuestras ovejas, disparar a nuestros hijos y matar impunemente a nuestros compatriotas. Todo esto con el total apoyo del ejército que nos ocupa.
Pero, además, esas personas trasladadas a los nuevos asentamientos pagan diez veces menos por nuestra agua, tienen subsidios del Estado ocupante, garantías sociales de todo orden, mientras nuestros campesinos están marginados.
Es más, crean carreteras que sólo ellos pueden usar y cortan con ellas nuestras tierras y a nosotros, para cruzar de un lado a otro, nos controlan, nos piden permisos militares o nos construyen unos pasos bajo sus carreteras y cruzamos como si fuéramos ratas.
Supongamos que el país invasor quiere quedarse de una vez con la tierra ocupada por sus asentamientos, sus barrios construidos en nuestro territorio, y entonces decide construir un muro de más de setecientos kilómetros de largo que serpentea entre nuestra tierra y deja del lado de ellos sus barrios y nuestros acuíferos y nuestras zonas más fértiles.
Supongamos que en el marco de esa política estatal del ocupante, en la que se incentiva a que el número de colonos crezca y que ocupen nuevas áreas y ataquen a nuestros compatriotas, varios de ellos arrojan bombas a nuestras casas y queman vivo a un niño de 18 meses de edad.
El primer ministro del país que nos ocupa verá por un momento, sólo por un momento, que es políticamente incorrecto defender tal barbarie. El ministro dirá que es un crimen terrible y lo condena. Pero pasan los días, se olvida la noticia y los asentamientos siguen creciendo y la política del mismo ministro de dar apoyo a los asentamientos se refuerza y hasta se anuncia la construcción de más y más barrios.
La comunidad internacional desempolva los Convenios de Ginebra y grita que toda esa política es explícitamente ilegal y emborronan cuartillas de borradores de resoluciones de Naciones Unidas condenando, y el papel se amarilla sin que afecte para nada la vida de los ocupados, de nosotros.
Supongamos que la justificación de los ocupantes es un libro sagrado que, según ellos, les ha prometido nuestra tierra, que los hace el pueblo elegido, como si fueran una raza diferente a la nuestra que, por tanto, tiene derecho a ocupar nuestra tierra, construir sus asentamientos y quemar hasta la muerte nuestros niños. Eso es Palestina.
Publicado originalmente en El Espectador