Víctor de Currea-Lugo | 15 de agosto de 2021
Los talibán son un grupo de grupos variados, como los piratas de Somalia o los rebeldes de Chechenia. Eso me explicaban en Afganistán los locales: los talibán son tan diversos que en algunas regiones patrullan junto con el ejército afgano; en muchas zonas imparten justicia y en otras cultivan opio.
Para algunos, los talibán son el Caballo de Troya pakistaní en Afganistán. La respuesta sobre qué piensan los afganos de los talibán cambia según a quién se le pregunte y en qué zona del país.
En el periodo 2001-2004 los talibán no fueron destruidos como se sugería, sino que se mantuvieron para luego resurgir con muchas lecciones aprendidas. Desde 2004 empezaron a recuperar terreno y para 2008 prácticamente todas las regiones tenían radicales combatiendo a los ocupantes.
Desde ese entonces los talibán no han dejado de crecer en capacidad militar y control territorial. Se considera que su actual líder, desde 2016, es el emir Mawlawi Hibatullah Akhundzada.
Entre mayo y julio de 2021, Estados Unidos y sus aliados se retiraron de Afganistán sin haber logrado nada esencial: ni Afganistán es ahora más democrático, ni su población civil está mejor y tampoco el mundo es un lugar más seguro ante una amenaza del extremismo islamista.
Más de 2.300 militares estadounidenses murieron y más de 20.000 fueron heridos. No hubo espacio para decir “misión cumplida”, como hizo George W. Bush ante la guerra de Irak. Las tropas locales pusieron alrededor de 60.000 muertos.
Tras la salida de las tropas extranjeras, la ofensiva talibán permitió capturar en un par de semanas (agosto 2021) todas las capitales de provincia y la capital del país: Kabul. Varias zonas rurales habían sido deliberadamente abandonadas para retroceder hasta los cascos urbanos y organizar trincheras para una resistencia que no existió.
Las banderas de los talibán volvieron, así como la prohibición de internet y el control social. Asombra ver imágenes de bienvenida a los radicales en algunas ciudades, no sé si por miedo o por real simpatía, por olvido de los años 90 o por buena memoria frente a los crímenes de los Estados Unidos y sus aliados.
Estando en Kabul, en 2014, cerca al Centro de Atención de Víctimas de Guerra, encontré a muchos civiles mutilados y su sentimiento generalizado era contra los Estados Unidos. Poco o nada se decía del terrible régimen talibán, de sus restricciones a los derechos humanos y de su despiadado control de la vida cotidiana, especialmente contra las mujeres, como si hubieran puesto a un lado el daño producido por ellos.
Con los talibán: de mal en peor
A comienzos de agosto, las fuerzas armadas afganas tendrían más de 300.000 miembros, mientras que los talibán estarían entre 55.000 y 85.000. Las primeras son financiadas esencialmente por los Estados Unidos, y los segundos por el narcotráfico y las ayudas de los militares pakistaníes.
Las Naciones Unidas leyeron bien lo que se avecina: un nuevo descenso al caos (lo digo tomando el nombre del libro de Ahmed Rashid), pues solo en julio anterior se habría producido la muerte de más de 1.000 civiles.
Es cierto que las fuerzas afganas estaban más entrenadas cada año, pero también que los talibán habían aprendido estando por casi dos décadas luchando contra los Estados Unidos. Además, la velocidad del avance recuerda el del Estado Islámico en el norte de Irak, a pesar de su menor capacidad militar frente al ejército iraquí. No basta con tener mayor capacidad militar, si la convicción es mayor en el otro lado de la batalla.
Una mayor preocupación viene de los países fronterizos, tanto por el potencial flujo de refugiados como por el riesgo de expansión de la violencia a sus propios territorios, es el caso de Pakistán (con 2.640 km de frontera común), Irán (936 km), Tayikistán (1.206 km), Turkmenistán (744 km) y Uzbekistán (137 km).
Tan grande es el avance que el Gobierno ha propuesto a los talibán compartir el poder. El problema es que el camino de la paz ya había sido parcialmente recorrido y el balance no fue positivo. Un ciclo de paz no se activa en dos días. Lo único que quedaba negociar era la entrega de Kabul pacíficamente, para evitar un baño de sangre. Finalmente el presidente Ashraf Ghani huyó del país.
La crisis humanitaria va a ser enorme: porque el nivel de pobreza, desnutrición y falta de acceso al agua y a la alimentación es crónica, todo esto agravado en pocas semanas. El flujo de desplazados forzados se concentra en Kabul (80% son mujeres o niños) y el de refugiados impactará, como en el pasado, principalmente a Irán y Pakistán.
Además, el acceso por parte de organizaciones humanitarias va a estar muy condicionado (si no impedido) por los talibán. Más allá de la crisis inmediata, a mediano y largo plazo no hay nada esperanzador, especialmente para jóvenes y mujeres. Hoy es un país sin futuro.
La sensación que queda es que el pueblo afgano perdió 20 años para volver a una situación similar, que la ocupación solo coleccionó errores, que se necesitaron dos décadas y miles de muertos para que Estados Unidos entendiera el fracaso de su decisión colonial y que los roles coloniales (británicos, soviéticos y estadounidenses) no contribuyen ni a la democracia, ni a la justicia y ni siquiera al desarrollo capitalista.
Ver la primera parte de este análisis en: Afganistán y la ocupación soviética
Ver la segunda parte de este análisis en: Afganistán y la ocupación estadounidense